lunes, 2 de mayo de 2016

Semana del 24 al 30  de abril del 2016 (Brasil IV)

24 de octubre del 2007


La noche fue larga o, por lo menos, eso les pareció a alguno de nuestros expedicionarios, ya sea por no tener todavía acostumbrado el cuerpo al nuevo horario o, tal vez, porque el frío que sintieron les obligó a levantarse, buscar una manta en los armarios y echarla por encima en la cama. Pero a pesar de todo se levantaron con tiempo para dar una vuelta por los alrededores del hotel en busca de un nuevo lugar donde cambiar pate de los euros que llevaban. Y el Recovecos, que para las cuestiones monetarias tiene un olfato infalible, se coló en un hotel de lujo situado en las proximidades, entró en él simulando ser un cliente más, y deambuló por el hall y anexos hasta dar con un cubículo en el que estaba  instalada una oficina de cambios. De vuelta al hotel se hizo con un plano de la ciudad en un quiosco, pues en esos años no se disponía ni de iPod, ni de Tablet donde conectar con Google Maps.

Una vez desayunados y preparados con la ropa adecuada, pues se anunciaban lluvias y se temía que no fuesen como un simple txirimiri donostiarra sino más parecidas a los chaparrones tropicales, se instalaron en las escaleras de entrada al hotel a esperar a las que les iban a enseñar un par de sitios típicos de Sao Paulo. Lo de esperar en el exterior era una concesión al Recovecos para que pudiese fumarse un cigarrillo y para estar atentos a la llegada de los coches que iban a trasladarles, pues en la avenida Paulista no podían detenerse mi los taxis.



El primer destino fue el Mercado Municipal, edificio singular construido hacia 1933 y que había sido restaurado recientemente (2004), y la primera norma que aprendimos fue la de que perderse en una ciudad del tamaño de Sao Paulo es lo más normal, vayas solo o acompañado por un residente, vayas en coche o andando.  Después de recorrer unos cuantos kilómetros de más y de pasar por delante de parkings públicos, privados, grandes, pequeños y desvencijados, topamos con uno que agradó a la conductora, y allí se metieron. Al verlos salir y detectar por las pintas que llevaban en cuanto a la vestimenta y las miradas de asombro y curiosidad que dirigían en todas direcciones, les rodearon unos cuantos vendedores de paraguas, ofertándoles a buen precio toda la gama de la que disponían: de apertura automática y manual, grandes y más grandes, colores ‘apañados’ y multicolores, baratos y más baratos,…¡Estaba visto que aquel iba a ser un día de lluvia!





Hicieron la primera inmersión en un mundo de colores y olores solo perceptible en los mercados centrales de las grandes ciudades de Hispanoamérica. Bueno, la primera inmersión para la Niña y el Peluche, pues los otros tres ya se habían empapado de colores y olores semejantes en mercados de México.







Compraron de todo aquello que les llamó la atención, sobre todo el Palmeras que era un ‘frutívoro’ empedernido, y además señalando con el dedo, pues de los nombres, por mucho que se los repitieran, no acababan de entenderlos. Acabado el recorrido que, como no podía ser menos, incluyó la visita a un puesto que solamente vendía especias de todos los colores y texturas y entre las que destacaban los mil tipos de granos de pimienta y que, dada la edad de los que la visitaban, se limitaron a observar, subieron a una entreplanta que había en la zona de la entrada principal y cuyo espacio estaba ocupado una línea continua de bares y restaurantes.





Y una vez arriba, hicieron lo que la mayoría de la gente hacía en Brasil a las 12 del mediodía, es decir, comer. Bueno, comer, lo que se dice comer, lo que se llama comer tanto en el norte como en el sur de España, no. Al menos, buscaron un sitio donde sentarse todos para tomar algo sólido, pero donde servían comida no había una mesa libre y, si la había, no disponía de las suficientes sillas para sentarse todos. Al fin encontraron sitio en uno de los bares, pero…¡solo servían bebidas!. Lograron convencer al encargado para que les permitiese traer algo de ‘manduca’ para tomarla con las cervezas y, después de lograr su conformidad, se organizaron. Las anfitrionas se fueron a buscar algo que comer y nuestros viajeros se encargaron de las bebidas. 

Y aunque parezca mentira, ahí no acabó todo.   Al Recovecos se le alegró la cara cuando vio llegar a las encargadas de la comida con una bandeja de empanadillas, una para cada cual. Pero, ¡oh sorpresa!, cuando hincó el diente a la que le correspondía, se encontró con que no estaba rellena con aquella mezcla de picadillo o bonito del norte con tomate, que es lo que le pirriaba de las empanadillas de su madre, sino con…¡bacalao! ¡El único producto de los mares que le había repelido desde niño! Tal vez porque le recordaba el famoso aceite de hígado de bacalao que le daban cuando se empachaba en las fiestas navideñas, o porque cuando tomaba un trozo cocinado normalmente le parecía que estaba masticando uno de aquellos estropajos de esparto. Pero como estaba de visita y había aprendido por experiencia que los guisos más típicos, numerosos, famosos y gourmet de los países de habla y cultura portuguesa, se lo comió como pudo y luciendo la más amable de sus sonrisas. Aunque si hay que decir toda la verdad, cuando estaba a mitad de empanadilla, se levantó con la excusa de que tenía que ir al servicio, y cuando ya estaba en la parte trasera de los puestos de comidas y bebidas, arrojó el resto de empanadilla en el primer cubo de basura que encontró.

Después de una ‘amena’ charla sobre las cien recetas posibles de entrantes y platos principales a base de dicho pececito en salazón, dieron por terminada la visita al mercado, y volvieron a buscar el coche. Y se emplea el verbo ‘buscar’ como el más apropiado para lo que sucedió, pues se volvieron a perder en el trayecto del mercado al parking y dieron unas cuantas vueltas de más. Y lo tomaron con deportividad porque siempre es bueno un poco de ejercicio físico después de una comida copiosa, pues de la empanadilla lo que no podía negarse es que era de tamaño XXL.




No se sabe si para consolarlos o para favorecer la digestión, en el recorrido que hicieron de vuelta al hotel se detuvieron en uno de los múltiples shopping que existen en cualquier metrópoli para tomar un café. Para acompañarlo, alguien propuso probar el ‘pan de queijo’, producto semidulce muy típico del Brasil, para acompañar el café. El Recovecos y el Palmeras aplaudieron la idea, pero por distintas razones. El Palmeras en cuanto le dijeron que ‘pao’ significaba ‘pan’, y eso ya le emocionó, independientemente de los que significase ‘quiejos’. Y el Recovecos porque después de deshacerse de la media empanadilla y beber una cerveza de más por hacer el teatro de que tanto bacalao le había dado sed, necesitaba meter algo sólido en el estómago para evitar los efectos secundarios del alcohol. Y se puso las botas, logrando lo que pretendía. Y una vez en el hotel, a descansar pues al día siguiente iban a salir de viaje.

A la caída de la tarde se reunieron en el hall, pues habían decidido tomar algo ligero antes de acostarse. Antes de la hora de la cita, el Recovecos, empujado por el síndrome de abstinencia, se instaló en las escaleras de entrada al hotel para fumar compulsivamente un par de cigarrillos. Y aprovechó la ocasión para entablar conversación con los ‘boys’ que estaban a la espera de clientes, y que, como fuentes de información de temas que no tengan que ver con la política y las finanzas, son de lo más fiables. Así se enteró de que salas de juego estilo bingo no conocían ninguna; que de ‘mulheres’ sabían mucho y sobre todo en plan picaresco; y de restaurantes lo que quisiéramos siempre que se les preguntase por zonas que no fueran la avenida Paulista y alrededores. Y esta información es la que permitió que, cuando se juntaron todos, solo tuviesen que cruzar la calzada para probar el Tahitiano que estaba en la acera de enfrente al hotel.

Antes de entrar al restaurante, convencidos por los ruegos del Palmeras que era partidario acérrimo de ayudar a la gente, y a pesar de la labor de zapa que hizo la Niña, también defensora incorruptible pero de…no hacer gastos superfluos,  compraron un paraguas automático a un vendedor ambulante por 7 reales y sin regatear el precio. El automatismo se reducía a que, una vez apretado el botoncito de apertura, ‘automáticamente’ quedaba hundido y permanecía impracticable a partir de ese momento.

Fue una cena de lo más agradable por el ambiente y lo bien que les atendió el personal. Pidieron un poco a voleo, pues lo que se dice entender, no entendieron muy bien la carta. Como es natural, la Niña esperó a que pidiese la Flores, pues sabía por experiencia que de esa manera había muy pocas probabilidades de equivocarse. Y mientras, se metía con el Peluche cada vez que intentaba decidirse por algún plato, anunciándole las desgracias que podían ocurrirle si lo comía, y recordándole que ya no tenía edad para hacer locuras gastronómicas. A pesar de todo, hubo alguno que picó, pues probó, por descuido, unas bolitas rosas con muy buen aspecto pero que no eran otra cosa que granos de pimienta picante. Hubo risas, tragos apresurados de cerveza y otros líquidos para diluir el picante, y todo acabó bien. Volvieron a cruzar la calzada para irse a dormir y preparar las maletas con lo que pensaban llevar en el viaje que iban a emprender al día siguiente al sur del Brasil






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