Semana del 24 al 30 de abril del 2016 (Brasil IV)
24 de octubre del 2007
La noche fue larga o, por lo
menos, eso les pareció a alguno de nuestros expedicionarios, ya sea por no
tener todavía acostumbrado el cuerpo al nuevo horario o, tal vez, porque el
frío que sintieron les obligó a levantarse, buscar una manta en los armarios y
echarla por encima en la cama. Pero a pesar de todo se levantaron con tiempo
para dar una vuelta por los alrededores del hotel en busca de un nuevo lugar
donde cambiar pate de los euros que llevaban. Y el Recovecos, que para las
cuestiones monetarias tiene un olfato infalible, se coló en un hotel de lujo situado
en las proximidades, entró en él simulando ser un cliente más, y deambuló por
el hall y anexos hasta dar con un cubículo en el que estaba instalada una oficina de cambios. De vuelta
al hotel se hizo con un plano de la ciudad en un quiosco, pues en esos años no
se disponía ni de iPod, ni de Tablet donde conectar con Google Maps.
Una vez desayunados y preparados
con la ropa adecuada, pues se anunciaban lluvias y se temía que no fuesen como
un simple txirimiri donostiarra sino más parecidas a los chaparrones
tropicales, se instalaron en las escaleras de entrada al hotel a esperar a las
que les iban a enseñar un par de sitios típicos de Sao Paulo. Lo de esperar en
el exterior era una concesión al Recovecos para que pudiese fumarse un
cigarrillo y para estar atentos a la llegada de los coches que iban a
trasladarles, pues en la avenida Paulista no podían detenerse mi los taxis.
El primer destino fue el Mercado
Municipal, edificio singular construido hacia 1933 y que había sido restaurado
recientemente (2004), y la primera norma que aprendimos fue la de que perderse
en una ciudad del tamaño de Sao Paulo es lo más normal, vayas solo o acompañado
por un residente, vayas en coche o andando.
Después de recorrer unos cuantos kilómetros de más y de pasar por
delante de parkings públicos, privados, grandes, pequeños y desvencijados,
topamos con uno que agradó a la conductora, y allí se metieron. Al verlos salir
y detectar por las pintas que llevaban en cuanto a la vestimenta y las miradas
de asombro y curiosidad que dirigían en todas direcciones, les rodearon unos
cuantos vendedores de paraguas, ofertándoles a buen precio toda la gama de la
que disponían: de apertura automática y manual, grandes y más grandes, colores
‘apañados’ y multicolores, baratos y más baratos,…¡Estaba visto que aquel iba a
ser un día de lluvia!
Hicieron la primera inmersión en
un mundo de colores y olores solo perceptible en los mercados centrales de las
grandes ciudades de Hispanoamérica. Bueno, la primera inmersión para la Niña y
el Peluche, pues los otros tres ya se habían empapado de colores y olores
semejantes en mercados de México.
Compraron de todo aquello que les
llamó la atención, sobre todo el Palmeras que era un ‘frutívoro’ empedernido, y
además señalando con el dedo, pues de los nombres, por mucho que se los
repitieran, no acababan de entenderlos. Acabado el recorrido que, como no podía
ser menos, incluyó la visita a un puesto que solamente vendía especias de todos
los colores y texturas y entre las que destacaban los mil tipos de granos de
pimienta y que, dada la edad de los que la visitaban, se limitaron a observar,
subieron a una entreplanta que había en la zona de la entrada principal y cuyo
espacio estaba ocupado una línea continua de bares y restaurantes.
Y una vez arriba, hicieron lo que
la mayoría de la gente hacía en Brasil a las 12 del mediodía, es decir, comer.
Bueno, comer, lo que se dice comer, lo que se llama comer tanto en el norte
como en el sur de España, no. Al menos, buscaron un sitio donde sentarse todos
para tomar algo sólido, pero donde servían comida no había una mesa libre y, si
la había, no disponía de las suficientes sillas para sentarse todos. Al fin
encontraron sitio en uno de los bares, pero…¡solo servían bebidas!. Lograron
convencer al encargado para que les permitiese traer algo de ‘manduca’ para
tomarla con las cervezas y, después de lograr su conformidad, se organizaron.
Las anfitrionas se fueron a buscar algo que comer y nuestros viajeros se
encargaron de las bebidas.
Y aunque parezca mentira, ahí no acabó todo. Al Recovecos se le alegró la cara cuando vio
llegar a las encargadas de la comida con una bandeja de empanadillas, una para
cada cual. Pero, ¡oh sorpresa!, cuando hincó el diente a la que le
correspondía, se encontró con que no estaba rellena con aquella mezcla de
picadillo o bonito del norte con tomate, que es lo que le pirriaba de las
empanadillas de su madre, sino con…¡bacalao! ¡El único producto de los mares
que le había repelido desde niño! Tal vez porque le recordaba el famoso aceite
de hígado de bacalao que le daban cuando se empachaba en las fiestas navideñas,
o porque cuando tomaba un trozo cocinado normalmente le parecía que estaba
masticando uno de aquellos estropajos de esparto. Pero como estaba de visita y
había aprendido por experiencia que los guisos más típicos, numerosos, famosos
y gourmet de los países de habla y cultura portuguesa, se lo comió como pudo y
luciendo la más amable de sus sonrisas. Aunque si hay que decir toda la verdad,
cuando estaba a mitad de empanadilla, se levantó con la excusa de que tenía que
ir al servicio, y cuando ya estaba en la parte trasera de los puestos de
comidas y bebidas, arrojó el resto de empanadilla en el primer cubo de basura que
encontró.
Después de una ‘amena’ charla
sobre las cien recetas posibles de entrantes y platos principales a base de
dicho pececito en salazón, dieron por terminada la visita al mercado, y
volvieron a buscar el coche. Y se emplea el verbo ‘buscar’ como el más
apropiado para lo que sucedió, pues se volvieron a perder en el trayecto del
mercado al parking y dieron unas cuantas vueltas de más. Y lo tomaron con
deportividad porque siempre es bueno un poco de ejercicio físico después de una
comida copiosa, pues de la empanadilla lo que no podía negarse es que era de
tamaño XXL.
No se sabe si para consolarlos o
para favorecer la digestión, en el recorrido que hicieron de vuelta al hotel se
detuvieron en uno de los múltiples shopping que existen en cualquier metrópoli
para tomar un café. Para acompañarlo, alguien propuso probar el ‘pan de
queijo’, producto semidulce muy típico del Brasil, para acompañar el café. El
Recovecos y el Palmeras aplaudieron la idea, pero por distintas razones. El
Palmeras en cuanto le dijeron que ‘pao’ significaba ‘pan’, y eso ya le
emocionó, independientemente de los que significase ‘quiejos’. Y el Recovecos
porque después de deshacerse de la media empanadilla y beber una cerveza de más
por hacer el teatro de que tanto bacalao le había dado sed, necesitaba meter
algo sólido en el estómago para evitar los efectos secundarios del alcohol. Y
se puso las botas, logrando lo que pretendía. Y una vez en el hotel, a
descansar pues al día siguiente iban a salir de viaje.
A la caída de la tarde se
reunieron en el hall, pues habían decidido tomar algo ligero antes de
acostarse. Antes de la hora de la cita, el Recovecos, empujado por el síndrome
de abstinencia, se instaló en las escaleras de entrada al hotel para fumar
compulsivamente un par de cigarrillos. Y aprovechó la ocasión para entablar
conversación con los ‘boys’ que estaban a la espera de clientes, y que, como
fuentes de información de temas que no tengan que ver con la política y las
finanzas, son de lo más fiables. Así se enteró de que salas de juego estilo
bingo no conocían ninguna; que de ‘mulheres’ sabían mucho y sobre todo en plan
picaresco; y de restaurantes lo que quisiéramos siempre que se les preguntase
por zonas que no fueran la avenida Paulista y alrededores. Y esta información
es la que permitió que, cuando se juntaron todos, solo tuviesen que cruzar la
calzada para probar el Tahitiano que estaba en la acera de enfrente al hotel.
Antes de entrar al restaurante,
convencidos por los ruegos del Palmeras que era partidario acérrimo de ayudar a
la gente, y a pesar de la labor de zapa que hizo la Niña, también defensora incorruptible pero de…no hacer gastos superfluos,
compraron un paraguas automático a un vendedor ambulante por 7 reales y sin
regatear el precio. El automatismo se reducía a que, una vez apretado el
botoncito de apertura, ‘automáticamente’ quedaba hundido y permanecía
impracticable a partir de ese momento.
Fue una cena de lo más agradable
por el ambiente y lo bien que les atendió el personal. Pidieron un poco a voleo,
pues lo que se dice entender, no entendieron muy bien la carta. Como es
natural, la Niña esperó a que pidiese la Flores, pues sabía por experiencia que
de esa manera había muy pocas probabilidades de equivocarse. Y mientras, se
metía con el Peluche cada vez que intentaba decidirse por algún plato,
anunciándole las desgracias que podían ocurrirle si lo comía, y recordándole
que ya no tenía edad para hacer locuras gastronómicas. A pesar de todo, hubo
alguno que picó, pues probó, por descuido, unas bolitas rosas con muy buen
aspecto pero que no eran otra cosa que granos de pimienta picante. Hubo risas,
tragos apresurados de cerveza y otros líquidos para diluir el picante, y todo
acabó bien. Volvieron a cruzar la calzada para irse a dormir y preparar las maletas
con lo que pensaban llevar en el viaje que iban a emprender al día siguiente al
sur del Brasil
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