Semana del 25 al 31 de enero del 2015 (Viaje a Japón V)
PLAYA DE RINCÓN DE LA VICTORIA
Esta semana la Tatiqui y el menda
nos hemos tomado unos días de reflexión, refugiándonos en un paraje próximo al
Rincón de la Victoria. Por eso he decidido que lo mejor es que los lectores de
este blog puedan disfrutar de nuevo de las memorias de ese par de jubilados que
hicieron un viaje al Japón. Continúa así.
Día 25 de junio del 2005 (Primera parte)
Bajamos a desayunar a no sé qué hora, pero a
mí me dio la impresión de que nos íbamos a encontrar con los rezagados de la cena. Para mi sorpresa,
ya había familias sentadas alrededor de las mesas más grandes, y peques con los
ojos rasgados, que abrían como platos en cuanto nos veían, correteando entre
las mesas del buffet. Como el día
anterior, yo me dediqué a las cosas conocidas y la jubilada a las orientales.
Después de desayunar ojeamos el único
periódico del que podíamos disponer, el New Japan. Y menos mal que había hojas
con noticias redactadas en inglés, pues lo demás nos habríamos imaginado las
noticias cosa que, por lo que vemos en la prensa actual y en la sección de
política nacional, también lo hacen los periodistas que las redactan. Por
curiosidad buscamos las referentes a España (allí todavía no discriminan las
noticias en función de la autonomía de procedencia), y encontramos una: Los
diputados por fin habían votado todos en el mismo sentido, con un SI (360 votos
a favor y 0 en contra). Lo que no aclaraba era si la inclusión de la noticia
era debido al resultado producido o al tema que se votaba que era ni más ni
menos la prohibición de la ablación. Aun me estoy preguntando por qué llamó
tanto la atención esta noticia a los periodistas japoneses y si era por alguna
de estas dos razones:
·
Los
españoles siempre andan a la gresca, y no se ponen de acuerdo ni para los
ingredientes de un bocadillo de jamón
·
Los
españoles son unos salidos y no hacen otra cosa en sus ratos libres (y de estos
tienen muchos nuestros diputados) que pensar en el sexo.
Como quedé impactado por la noticia, y
adelantándome cinco años a lo que iba a vivir en España, salí a la zona donde se
podía fumar. Al tratar de acceder al exterior ya recibí el primer aviso, como
los toreros. Un ‘’pisha’’ (como dirían en ‘’Cái’’), que por la vestimenta
parecía un camarlengo de la corte austro-húngara, me hacía señas con la mano
para que mirase hacia el suelo. Como hasta ese momento había visto quer todo el
mundo que se cruzaba conmigo agachaba la cabeza, yo hice lo propio en dirección
al ‘’pisha’’. Pero éste, con signos que entiende todo el mundo, es decir,
moviendo el dedo índice de izquierda a derecha y luego señalando con él la zona
de pavimento de delante de mí, me venía a decir que le importaba un comino mi
saludo, que no saliese por esa puerta, y que mirase dónde pisaba. Atendiendo
sus instrucciones miré, y vi que por la puerta por donde iba a salir había un
felpudo en el que estaba grabada, con grandes letras, la palabra TAXI, y que en
la puerta colindante había otro felpudo con IN/OUT grabado. Giré lo suficiente
como para dar la impresión de que lo de salir por la puerta de los taxis había
sido un amago, y salí por la puerta correcta. Lo que nunca me he enterado es de
las consecuencias que hubiese tenido salir por donde ponía TAXI. ¿Me habrían
obligado a subirme a uno y, por la cara de panoli que habría puesto, me habría
llevado directamente al aeropuerto?¿Habría tenido que hacer un recorrido por
valor mínimo de 100 yenes?
Una vez en el exterior, me fui al rincón de
los leprosos del siglo XXI, y allí quedé sorprendido del material que rellenaba
los ceniceros. Tenía todo el aspecto de ser sal marina, pues eran cristalitos
translúcidos y de un tamaño tal que se discriminaban unos de otros a simple
vista. No quise hacer la comprobación directa, llevándome uno o dos a la boca
para probarlos, por si se producía un efecto nocivo e
inmediato, y me perdía por su culpa la excursión que íbamos a iniciar en un
cuarto de hora.
Al acercarse la hora a la que nos habían
citado, dimos una vuelta por el hall del hotel para observar si había alguna
señal que nos indicase a dónde teníamos que acudir. Al no ver ningún cartel ni
nada que se le pareciese, nos fijamos en un pequeño grupo con bolsas de
viaje que se había formado cerca de las
puertas de salida, y nos dirigimos hacia allí sin dejar de examinar el resto
del hall por si aparecía alguna otra señal más evidente. Nos acercamos lo
suficiente para incluirnos en el grupo si era menester, y esperamos. No habían
pasado más que unos minutos, cuando se nos acercó una señorita y en un inglés
que a duras penas entendíamos nos entregó una hoja verde pintarrajeada. Menos
mal que los gráficos los entendíamos mejor que el inglés, pues no nos costó
deducir lo siguiente:
·
Nos
teníamos que subir a un autobús
·
Ese
autobús nos iba a llevar , por lo menos hasta el monte Fuji.
·
Nos
teníamos que sentar en el asiento 3, detrás del conductor
·
En ese
autobús iban a ir más personas, pero no completo.
·
Como había
números no correlativos y colocados al azar, eliminamos lo del asiento 3, y lo
sustituimos por los asientos de la segunda fila a la derecha.
No le perdimos de vista mientras se
presentaba a otras personas del hall y cuando se dirigió hacia la alfombrilla
IN/OUT, le seguimos como corderitos hasta el autobús.
El viaje hasta el Fuji-jama fue inolvidable:
ni me acuerdo por dónde pasamos, ni conservo imagen alguna, ni fotográfica ni
cerebral. Y eso que he hecho ensayos
hasta con las neuronas espejo (último descubrimiento neurológico) próximas a la
zona de la memoria visual.
Llegados a la explanada de la que partían
todos los que querían hacer la ascensión a pie y que, según la tradición, todo
japonés que se precie debe hacerla al menos una vez en la vida, el autobús
aparcó frente a un edificio con instalaciones para solaz de los turistas, y que
podríamos recorrer durante 20 minutos, según información que entendí a la guía
(el resto de información pasó totalmente ‘desapercibida’ para mí). Solaz, palabra cuyo significado es
placer/recreo, y que en situaciones como la de la llegada de un autobús de
turistas a una parada preestablecida se manifiesta en comportamientos como los
que se describen a continuación:
1.
Empujones
en las proximidades a las puertas del autobús. Tal como se produce la salida,
el término más adecuado a esas puertas es ‘vomitorio’, pues la acumulación de
personas produce una mezcla de aromas que van desde el de pachulí hasta el de
emanaciones o fumarolas que producen lugares más o menos recónditos del cuerpo
humano.
2.
Caminar
que evoluciona de poco a nada pausado, de pasitos cortos a grandes zancadas, y
la mayoría de las veces en la misma dirección, la que indican los carteles de
W.C. que, gracias a Dios y a Confucio, no estaban señalizados mediante
ideogramas. En estos momentos debería imponerse la norma de que la salida de
los autobuses debe hacerse por el orden que proporciona la vida laboral:
jubilados con micción compulsiva, que van cuando pueden; jubilados normales,
que van cuando quieren; parados de larga duración, que van por entretenerse;
parados normales, que pueden aguantar; trabajadores, que van a horas fijas, y
el resto. Por suerte, y por una razón que explicaré más adelante, yo no tuve
ningún problema en quedar el último.
3.
Paseíllo
hasta la barra de bar más cercana a pedir un cortado o un botellín de agua, si
es que puedes acercarte a ella. Si no
puedes, basta que digas al que tengas al lado, con voz suficientemente baja
para que crean los de alrededor que es un secreto: ‘Vámonos ahí al lado que han
abierto otro bar’. Normalmente hay gente que pica y te dejan avanzar un par de
filas. Es algo que funciona de maravilla en las filas de las cajas de los
supermercados, donde basta decir: ‘¡Vamos!, que
han abierto otra caja’, para que te ahorres un cuarto de hora de espera.
4.
Si el
paseíllo anterior no apetece, se puede perder tiempo y dinero yendo a la
consabida tienda de souvenir que no falta ni en las gasolineras.
5.
Por
último, se puede incluso dar una vuelta por los alrededores, sobre todo si la
parada se ha hecho en un lugar que sea turístico en razón de las construcciones
existentes o de la proximidad de accidentes geográficos.
Yo me dediqué a sacar algunas fotos pues, por lo que voy a explicar, tengo una capacidad
de retención urinaria que, en tiempo, puede abarcar desde el momento en que me
levanto de la cama y salgo del baño (la meadica matutina es una de las mayores
gozadas) hasta mediada la tarde. ¡Quién lo iba
a decir de una persona que tuvo incontinencia nocturna hasta los cuatro
o cinco años!
Todo cambió cerca de la madurez cronológica,
pues la otra la considero indefinible temporalmente, y cuando estudiaba en la
Facultad de Químicas de Zaragoza. Y en concreto en uno de los exámenes
parciales de Química Inorgánica. Había estudiado el examen a conciencia. Es
más, recuerdo que había aprendido de memoria listados de potencial de electrodo
en los que a cada elemento estaba asociado un voltaje con dos cifras decimales.
Hacíamos el citado examen en un aula enorme frente a cuya entrada estaban los
urinarios con más plazas de la Facultad
de la plaza del Paraíso de Zaragoza. Entramos, y el Dr. Usón, que era el
profesor ayudante que nos vigilaba, nos distribuyó por el aula, y a mí me tocó
subir diez escalones para llegar al sitio que había asignado. Nos dictaron las
preguntas y me puse a escribir como un loco folio tras folio. Cuando llevaba,
como mínimo, tres horas escribiendo, comencé a sentir un cosquilleo entre las
piernas que me indicaba que mis riñones funcionaban a la perfección. Crucé las
piernas, cambié de posición, las sensaciones se diluyeron (nunca mejor dicho),
y seguí contestando a las preguntas reproduciendo lo que ponían las
correspondientes páginas del Wiberg, que así es como creo que se llamaba el
libro de texto. Al cabo de cinco minutos, el cosquilleo se transformó en una
presión que solo disminuía mediante movimientos convulsivos y cruces bruscos de
piernas. Al final tuve que rendirme a la
evidencia, y decidí que tenía que pedir permiso, pues cualquier otra decisión
provocaría, no una incontinencia nocturna, sino una meada diurna y pública. Me
levanté, bajé los diez escalones que me separaban de la tarima donde estaba el
Dr. Usón, y allí mantuvimos el siguiente diálogo (más o menos):
-
¿Me da Vd.
Permiso para ir al servicio?
-
¡Qué
dice!¡Del examen no sale nadie! Y menos a un lugar donde se puede consultar
cualquier apunte.
-
Yo solo
voy a orinar
-
¡Ni que
vaya a abanicarse!
-
Me puede
acompañar cualquiera de sus ayudantes y comprobar que no consulto nada, ni
hablo con nadie.
-
Ya le he
dicho, por si no me ha entendido, que de aquí no sale nadie que no dé por
finalizado el examen y me lo entregue. ¿Queda claro?
Me volví a mi sitio y, como todo el mundo
sabe y alguno lo habrá experimentado, el paseíllo disminuye la presión de la
vejiga urinaria, por lo que pude seguir escribiendo. No pasaron ni diez minutos
cuando la ‘necesidad’ no solo se volvió a presentar sino que se hizo
insostenible, por lo que tuve que tomar la decisión más drástica y cabreante. Me
levanté, recogí los seis u ocho folios que llevaba escritos, me acerqué a la
tarima, y medio arrojé lo folios a la mesa del profesor dando las gracias con
cara de muy pocos amigos. Eso era lo único que podías hacer en aquellos tiempos
si no querías exponerte a quedar ‘marcado’ para unas cuantas convocatorias. Si
estos hechos hubiesen sucedido hoy en día,
hasta podría haber sacado al Dr Usón la Matrícula de Honor y una
indemnización de tres o cuatro mil euros
por vejaciones con secuelas fisiológicas y psicológicas. Y no digo nada
si se me ocurre incluir el pitorreo que tuve que padecer cuando los compañeros
del curso se enteraron que el parcial lo había suspendido por no mearme en los
pantalones. Resultado: desde aquel día tengo una capacidad de retención de
orina de más de un litro, con lo que puedo hacer viajes en coche de hasta nueve
horas sin parar.
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