lunes, 2 de febrero de 2015

Semana del 25 al 31 de enero del 2015 (Viaje a Japón V)




PLAYA DE RINCÓN DE LA VICTORIA

Esta semana la Tatiqui y el menda nos hemos tomado unos días de reflexión, refugiándonos en un paraje próximo al Rincón de la Victoria. Por eso he decidido que lo mejor es que los lectores de este blog puedan disfrutar de nuevo de las memorias de ese par de jubilados que hicieron un viaje al Japón. Continúa así.

Día 25 de junio del 2005 (Primera parte)

Bajamos a desayunar a no sé qué hora, pero a mí me dio la impresión de que nos íbamos a encontrar con los rezagados de la cena. Para mi sorpresa, ya había familias sentadas alrededor de las mesas más grandes, y peques con los ojos rasgados, que abrían como platos en cuanto nos veían, correteando entre las mesas del buffet.  Como el día anterior, yo me dediqué a las cosas conocidas y la jubilada a las orientales.

Después de desayunar ojeamos el único periódico del que podíamos disponer, el New Japan. Y menos mal que había hojas con noticias redactadas en inglés, pues lo demás nos habríamos imaginado las noticias cosa que, por lo que vemos en la prensa actual y en la sección de política nacional, también lo hacen los periodistas que las redactan. Por curiosidad buscamos las referentes a España (allí todavía no discriminan las noticias en función de la autonomía de procedencia), y encontramos una: Los diputados por fin habían votado todos en el mismo sentido, con un SI (360 votos a favor y 0 en contra). Lo que no aclaraba era si la inclusión de la noticia era debido al resultado producido o al tema que se votaba que era ni más ni menos la prohibición de la ablación. Aun me estoy preguntando por qué llamó tanto la atención esta noticia a los periodistas japoneses y si era por alguna de estas dos razones:

·         Los españoles siempre andan a la gresca, y no se ponen de acuerdo ni para los ingredientes de un bocadillo de jamón

·         Los españoles son unos salidos y no hacen otra cosa en sus ratos libres (y de estos tienen muchos nuestros diputados) que pensar en el sexo.

Como quedé impactado por la noticia, y adelantándome cinco años a lo que iba a vivir en España, salí a la zona donde se podía fumar. Al tratar de acceder al exterior ya recibí el primer aviso, como los toreros. Un ‘’pisha’’ (como dirían en ‘’Cái’’), que por la vestimenta parecía un camarlengo de la corte austro-húngara, me hacía señas con la mano para que mirase hacia el suelo. Como hasta ese momento había visto quer todo el mundo que se cruzaba conmigo agachaba la cabeza, yo hice lo propio en dirección al ‘’pisha’’. Pero éste, con signos que entiende todo el mundo, es decir, moviendo el dedo índice de izquierda a derecha y luego señalando con él la zona de pavimento de delante de mí, me venía a decir que le importaba un comino mi saludo, que no saliese por esa puerta, y que mirase dónde pisaba. Atendiendo sus instrucciones miré, y vi que por la puerta por donde iba a salir había un felpudo en el que estaba grabada, con grandes letras, la palabra TAXI, y que en la puerta colindante había otro felpudo con IN/OUT grabado. Giré lo suficiente como para dar la impresión de que lo de salir por la puerta de los taxis había sido un amago, y salí por la puerta correcta. Lo que nunca me he enterado es de las consecuencias que hubiese tenido salir por donde ponía TAXI. ¿Me habrían obligado a subirme a uno y, por la cara de panoli que habría puesto, me habría llevado directamente al aeropuerto?¿Habría tenido que hacer un recorrido por valor mínimo de 100 yenes?

Una vez en el exterior, me fui al rincón de los leprosos del siglo XXI, y allí quedé sorprendido del material que rellenaba los ceniceros. Tenía todo el aspecto de ser sal marina, pues eran cristalitos translúcidos y de un tamaño tal que se discriminaban unos de otros a simple vista. No quise hacer la comprobación directa, llevándome uno o dos a la boca para probarlos, por si se producía un efecto nocivo e inmediato, y me perdía por su culpa la excursión que íbamos a iniciar en un cuarto de hora.

Al acercarse la hora a la que nos habían citado, dimos una vuelta por el hall del hotel para observar si había alguna señal que nos indicase a dónde teníamos que acudir. Al no ver ningún cartel ni nada que se le pareciese, nos fijamos en un pequeño grupo con bolsas de viaje  que se había formado cerca de las puertas de salida, y nos dirigimos hacia allí sin dejar de examinar el resto del hall por si aparecía alguna otra señal más evidente. Nos acercamos lo suficiente para incluirnos en el grupo si era menester, y esperamos. No habían pasado más que unos minutos, cuando se nos acercó una señorita y en un inglés que a duras penas entendíamos nos entregó una hoja verde pintarrajeada. Menos mal que los gráficos los entendíamos mejor que el inglés, pues no nos costó deducir lo siguiente:

·         Nos teníamos que subir a un autobús

·         Ese autobús nos iba a llevar , por lo menos hasta el monte Fuji.

·         Nos teníamos que sentar en el asiento 3, detrás del conductor

·         En ese autobús iban a ir más personas, pero no completo.

·         Como había números no correlativos y colocados al azar, eliminamos lo del asiento 3, y lo sustituimos por los asientos de la segunda fila a la derecha.

No le perdimos de vista mientras se presentaba a otras personas del hall y cuando se dirigió hacia la alfombrilla IN/OUT, le seguimos como corderitos hasta el autobús.



El viaje hasta el Fuji-jama fue inolvidable: ni me acuerdo por dónde pasamos, ni conservo imagen alguna, ni fotográfica ni cerebral.  Y eso que he hecho ensayos hasta con las neuronas espejo (último descubrimiento neurológico) próximas a la zona de la memoria visual.




Llegados a la explanada de la que partían todos los que querían hacer la ascensión a pie y que, según la tradición, todo japonés que se precie debe hacerla al menos una vez en la vida, el autobús aparcó frente a un edificio con instalaciones para solaz de los turistas, y que podríamos recorrer durante 20 minutos, según información que entendí a la guía (el resto de información pasó totalmente ‘desapercibida’ para mí). Solaz, palabra cuyo significado es placer/recreo, y que en situaciones como la de la llegada de un autobús de turistas a una parada preestablecida se manifiesta en comportamientos como los que se describen a continuación:
1.       Empujones en las proximidades a las puertas del autobús. Tal como se produce la salida, el término más adecuado a esas puertas es ‘vomitorio’, pues la acumulación de personas produce una mezcla de aromas que van desde el de pachulí hasta el de emanaciones o fumarolas que producen lugares más o menos recónditos del cuerpo humano.

2.       Caminar que evoluciona de poco a nada pausado, de pasitos cortos a grandes zancadas, y la mayoría de las veces en la misma dirección, la que indican los carteles de W.C. que, gracias a Dios y a Confucio, no estaban señalizados mediante ideogramas. En estos momentos debería imponerse la norma de que la salida de los autobuses debe hacerse por el orden que proporciona la vida laboral: jubilados con micción compulsiva, que van cuando pueden; jubilados normales, que van cuando quieren; parados de larga duración, que van por entretenerse; parados normales, que pueden aguantar; trabajadores, que van a horas fijas, y el resto. Por suerte, y por una razón que explicaré más adelante, yo no tuve ningún problema en quedar el último.



3.       Paseíllo hasta la barra de bar más cercana a pedir un cortado o un botellín de agua, si es que puedes acercarte a  ella. Si no puedes, basta que digas al que tengas al lado, con voz suficientemente baja para que crean los de alrededor que es un secreto: ‘Vámonos ahí al lado que han abierto otro bar’. Normalmente hay gente que pica y te dejan avanzar un par de filas. Es algo que funciona de maravilla en las filas de las cajas de los supermercados, donde basta decir: ‘¡Vamos!, que  han abierto otra caja’, para que te ahorres un cuarto de hora de espera.

4.       Si el paseíllo anterior no apetece, se puede perder tiempo y dinero yendo a la consabida tienda de souvenir que no falta ni en las gasolineras.

5.       Por último, se puede incluso dar una vuelta por los alrededores, sobre todo si la parada se ha hecho en un lugar que sea turístico en razón de las construcciones existentes o de la proximidad de accidentes geográficos.

Yo me dediqué a sacar algunas fotos  pues, por lo que voy a explicar, tengo una capacidad de retención urinaria que, en tiempo, puede abarcar desde el momento en que me levanto de la cama y salgo del baño (la meadica matutina es una de las mayores gozadas) hasta mediada la tarde. ¡Quién lo iba  a decir de una persona que tuvo incontinencia nocturna hasta los cuatro o cinco años!

Todo cambió cerca de la madurez cronológica, pues la otra la considero indefinible temporalmente, y cuando estudiaba en la Facultad de Químicas de Zaragoza. Y en concreto en uno de los exámenes parciales de Química Inorgánica. Había estudiado el examen a conciencia. Es más, recuerdo que había aprendido de memoria listados de potencial de electrodo en los que a cada elemento estaba asociado un voltaje con dos cifras decimales. Hacíamos el citado examen en un aula enorme frente a cuya entrada estaban los urinarios con más plazas de  la Facultad de la plaza del Paraíso de Zaragoza. Entramos, y el Dr. Usón, que era el profesor ayudante que nos vigilaba, nos distribuyó por el aula, y a mí me tocó subir diez escalones para llegar al sitio que había asignado. Nos dictaron las preguntas y me puse a escribir como un loco folio tras folio. Cuando llevaba, como mínimo, tres horas escribiendo, comencé a sentir un cosquilleo entre las piernas que me indicaba que mis riñones funcionaban a la perfección. Crucé las piernas, cambié de posición, las sensaciones se diluyeron (nunca mejor dicho), y seguí contestando a las preguntas reproduciendo lo que ponían las correspondientes páginas del Wiberg, que así es como creo que se llamaba el libro de texto. Al cabo de cinco minutos, el cosquilleo se transformó en una presión que solo disminuía mediante movimientos convulsivos y cruces bruscos de piernas. Al final tuve que rendirme  a la evidencia, y decidí que tenía que pedir permiso, pues cualquier otra decisión provocaría, no una incontinencia nocturna, sino una meada diurna y pública. Me levanté, bajé los diez escalones que me separaban de la tarima donde estaba el Dr. Usón, y allí mantuvimos el siguiente diálogo (más o menos):

-          ¿Me da Vd. Permiso para ir al servicio?

-          ¡Qué dice!¡Del examen no sale nadie! Y menos a un lugar donde se puede consultar cualquier apunte.

-          Yo solo voy a orinar

-          ¡Ni que vaya a abanicarse!

-          Me puede acompañar cualquiera de sus ayudantes y comprobar que no consulto nada, ni hablo con nadie.

-          Ya le he dicho, por si no me ha entendido, que de aquí no sale nadie que no dé por finalizado el examen y me lo entregue. ¿Queda claro?

Me volví a mi sitio y, como todo el mundo sabe y alguno lo habrá experimentado, el paseíllo disminuye la presión de la vejiga urinaria, por lo que pude seguir escribiendo. No pasaron ni diez minutos cuando la ‘necesidad’ no solo se volvió a presentar sino que se hizo insostenible, por lo que tuve que tomar la decisión más drástica y cabreante. Me levanté, recogí los seis u ocho folios que llevaba escritos, me acerqué a la tarima, y medio arrojé lo folios a la mesa del profesor dando las gracias con cara de muy pocos amigos. Eso era lo único que podías hacer en aquellos tiempos si no querías exponerte a quedar ‘marcado’ para unas cuantas convocatorias. Si estos hechos hubiesen sucedido hoy en día,  hasta podría haber sacado al Dr Usón la Matrícula de Honor y una indemnización de tres o cuatro mil euros  por vejaciones con secuelas fisiológicas y psicológicas. Y no digo nada si se me ocurre incluir el pitorreo que tuve que padecer cuando los compañeros del curso se enteraron que el parcial lo había suspendido por no mearme en los pantalones. Resultado: desde aquel día tengo una capacidad de retención de orina de más de un litro, con lo que puedo hacer viajes en coche de hasta nueve horas sin parar.



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