sábado, 15 de octubre de 2016

Semana del 9 al 15 de octubre  del 2016

Lo que viene a continuación es algo vivido en primera persona, aunque con la pérdida de detalles que provoca el intervalo de tiempo transcurrido.



RECUERDOS DE UN COMA INDUCIDO(I)
(Octubre-Noviembre de 1987)


Mi primera visión fueron dos rodillas que me tapaban el horizonte y que, además, no podía separarlas n siquiera para vislumbrarlo. Esa incapacidad de movimientos me acongojaba y me introducía dudas en la parte de consciencia que creía tener. ¿Eran mías y significaba que no podría moverme más? ¿Eran solo algo que me imaginaba? Intenté enfocar a una distancia un poco mayor y tampoco lo logré. Más allá de mis rodillas, la realidad o lo que fuese, aparecía brumosa, sin nada identificable y sin ningún contorno definido. Y la memoria y la capacidad de razonamiento que aun me quedaba me dieron la respuesta: no llevaba mis gafas puestas.

A partir de ese momento, y durante casi un mes, la realidad que viví o, mejor dicho, lo que viví como si fuese una realidad, me ha quedado en la memoria como destellos más o menos prolongados, pero independientes, no relacionados entre sí, pero con vida propia cada uno de ellos. Y no como yo creía, pues a mí me pareció un continuo de mi existencia que transcurrió a lo largo de aquellos treinta días. Y por otra parte, al recordarlos ahora, casi treinta años más tarde y en base a unos apuntes o retazos de recuerdos, seguro que estarán mezclados entre sí  y contaminados por otros recuerdos de mi vida anterior, con o sin relación con los ‘hechos’ que van a narrarse y que a mí me parecían reales al cien por cien. Y tampoco puedo estar seguro de que no haya interferencias con situaciones vividas posteriormente pues ni sé, ni quiero poner filtros a lo que se me vaya ocurriendo al hilo del relato.

Mi primer recuerdo, o segundo o último, pues en las circunstancias en que estaba el tiempo no cuenta ni transcurre de la misma manera que en la vida normal, era el que iba a volver a encontrarme con ELLA en un momento cualquiera, pero siempre próximo. Pero ese deseo o previsión no se cumplía. Siempre había, según me decían los interlocutores a los que tenía acceso,  alguna razón que le impedía acercarse a mí y atender mis requerimientos. Unas veces me lo justificaban diciendo que tenía compromisos de carácter profesional (charlas, reuniones, papeles que arreglar,…), y otras me susurraban que era por compromisos políticos, argumento que a mí me extrañaba y me sonaba a excusa, ya que había cortado todos los hilos, o eso creía yo, que la unían con ese sector. El caso es que mis intentos de aproximación o la esperanza de que respondiese a mis llamadas desaparecían como por ensalmo. Tal vez por ello creé en mi interior un mundo paralelo que para mí era totalmente real, y en el que identificaba a ELLA en personajes de los más variopintos pero siempre poseedores de las características físicas, personales y profesionales que la han definido en cualquier circunstancia y situación.

Como consecuencia de todo lo anterior, unos de los recuerdos más agradables y, hasta cierto punto, más deliciosos se produjeron cuando se me presentó ELLA  bajo la apariencia de una china, ropajes incluidos.  Y aun no se me ha olvidado el nombre bajo el que se me presentó: SEYMOUR. El por qué de ese aspecto tan especial y ese nombre no lo sé aun hoy en 2016, y no lo asocio con nada de mi vida anterior, sea de persona que me hubiesen presentado o personaje de alguno de los muchos libros que había leído. Pero el caso es que la tal SEYMOUR se introdujo en mi ‘vida’ como jefa de un pequeño clan de chinos y como madre de una cría alegre y sonriente que, en mi imaginación, la convertía en mi hija. Pero esos recuerdos agradables se vieron enturbiados enseguida y se transformaron, si no en desagradables, sí en tristes y melancólicos. Las relaciones con los componentes del clan chino eran semejantes a las que siempre había disfrutado con compañeros y amigos del equipo de investigación educativa en el que había trabajado. Ese tipo de relaciones que, después de dos meses sin ningún contacto, te permitían iniciar conversaciones como si fuesen continuación de la que habías dejado pendiente tiempo atrás. Pero al mismo tiempo había algo no fácilmente identificable, como miradas, secretillos entre ellos de los que me excluían, o actuaciones para las que no contaban conmigo, que me confirmaban que no me reconocían como un elemento integrante del clan. Y con ellos viví algunas aventuras que paso a relatar y que eran totalmente distintas tanto en cuanto al entorno en que se desarrollaron, como en cuanto al papel que desempeñaron los distintos miembros del clan.

En la primera ocasión en que tomé contacto con ellos me informaron que era un grupo que llegaba a Europa para montar algún negocio. En esos momentos yo era mero observador, y me llamó la atención el que, cuando hablaban de sus proyectos, lo hacían con toda libertad y, en general, con la seguridad que da el estar convencidos de que, decidiesen lo que decidiesen, iban a conseguirlo. Por otro lado, SEYMOUR permanecía distante y prácticamente sin intervenir en la conversación. Solo de vez en cuando y, como decía ella, gracias a su capacidad de relacionar datos que aparecían en el coloquio o que ella tenía almacenados de otros tiempos, daba sugerencias que para el resto eran órdenes. No sé cómo ni por qué, al cabo de poco tiempo me integraron en el grupo y comenzamos a viajar por Europa con el fin de visitar distintos negocios del ramo de la hostelería, fundamentalmente restaurantes.

Me ha quedado grabado a fuego y como algo inolvidable la visita que hicimos a un restaurante de París, pues fue allí donde, por primera vez, tuve la sensación de haber saciado la sed que me consumía desde el momento en que conocí al grupo. Y las que lo lograron fueron unas cervezas de lata, tipo alemán, que aceptaron servírmelas aunque estábamos ya fuera de las horas de apertura del local, por haber llegado tarde. Y me dejaron muy claro que lo hacían en deferencia a SEYMOUR. Lo curioso del caso es que tengo todavía vívida la imagen de cómo cogía la lata con mis manos y disfrutaba de lo fría que estaba, y todo ello antes de abrirla; pero en cambio, no me queda ninguna imagen de cuando la abrí y me la bebí. Tal vez por ello, esa enorme sensación de sed insatisfecha me persiguió durante bastante tiempo y volvió a emerger con fuerza en recuerdos posteriores.

Y fue en este restaurante donde SEYMOUR dio claramente la primera señal de superioridad respecto al resto de miembros del clan. Simplemente dijo, a los tres compañeros o familiares que en aquel momento le acompañaban una única y escueta frase: ‘’ Este local hay que comprarlo’’. La reacción del que podíamos ahora identificar como el tesorero-economista del clan fue rapidísima. Y advirtió que el precio y, por tanto, la inversión necesaria le parecía, no solo excesiva, sino también peligrosa para la situación financiera del clan. Pero el más veterano del grupo, el que debía haber pasado más años junto a SEYMOUR, no le dejó proseguir o completar los razonamientos y justificaciones que tuviese preparadas para justificar su advertencia, recordándole simplemente una historia que debía conocer bien, con la siguiente sentencia: ‘’Ya sabes que SEYMOUR ha acertado siempre’’. Y en ese momento se acabaron las dudas sobre la toma de decisión respecto a la compra del local.

Ese fue el inicio de una compra de locales en los que se cocinaban platos para llevar o para mantener en conserva, a partir de toda tipo de productos, pero con unas características muy curiosas.  Toda la materia prima, desde tallarines o fideos a los langostinos, tenían una base sintética idéntica. A partir de la misma y mediante un proceso que nunca logré descubrir, se transformaban en los más variados productos alimenticios dispuestos para llevar. Esa misma sustancia base se envasaba en la más diversificada gama de receptáculos que uno pueda imaginarse, desde sobres al vacío hasta una especie de botellas selladas que podían utilizarse en la alimentación de personas a través de la correspondiente sonda. La característica común de todos estos envases era que necesitaban ser sometidos, antes de su consumo, a un proceso de preparación a partir del cual volvían a tomar el aspecto original marcado en sus etiquetas. Después del citado proceso, los langostinos eran verdaderos langostinos, el flan de vainilla era, en aspecto, forma  y sabor, un auténtico flan casero de vainilla. Además, esta transformación previa a su consumo, constituía un verdadero rito que, según recuerdo, se repetía en más de una de las situaciones que ‘viví’, y que me llevaban a rememorar aquelarres descritos en más de una de las novelas que había leído.

La verdad es que el negocio fue un éxito total, y permitió a SEYMOUR enviar a su hija a estudiar al extranjero, con gran pesar por mi parte, pues era la persona con quien más me entretenía y quien más me hacía olvidar los malos ratos.


(Continuará)

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