Semana del 16 al 21 de
octubre del 2016
Sigo con lo que me pareció vivir en
aquellos días de la UCI
RECUERDOS DE UN COMA INDUCIDO(II)
(Octubre-Noviembre de
1987)
Con los clanes chinos tuve otro
encuentro, no sé si propiciado por SEYMOUR o independientemente de lo que había
vivido con ella. El caso es que se me presentaron como especialistas en
manipulación de la pólvora y con capacidad para diseñar cualquier artilugio
movido con el impulso que proporciona su combustión. La materia prima para
construir los citados artilugios eran las cañas y, fundamentalmente, las que
tenían los entrenudos de tipo cilíndrico. Y el virtuosismo de los miembros del
clan era que, intuitivamente, podían determinar la posición de los orificios de
salida de gases así como la cantidad de pólvora a introducir en el hueco de la
caña en función del movimiento a provocar, fuese una rueda de fuego, o fuese
algo semejante a un carricoche construido con cañas. Y, sin detenerme a pensar
ni un segundo en las dificultades que podían tener las ideas que me venían a la
cabeza, les planteé un reto: diseñar una serie de mecanismos con los que se
pudiesen visualizar los conceptos y fenómenos de la Mecánica, dispuestos de tal
manera que pudieran ser observados por un grupo de alumnos.
Se pusieron a la labor
inmediatamente, y lo primero que hicieron fue construir una especie de cadena
montañosa en curva, interrumpida por una serie de plataformas o zonas llanas, y
con un espacio de observación en la parte cóncava de la curva que describía. Y
lo que mejor recuerdo es la rueda de fuego que instalaron en la parte más alta
y las primeras demostraciones que prepararon, haciendo girar la rueda a
distintas velocidades colocando parejas de cañas en los extremos de uno de sus
diámetros imaginarios. Al ver que la experiencia podía servir para explicar los
efectos del denominado ‘’par de fuerzas’’, les animé a que trabajasen en la
construcción de móviles de distinta masa susceptibles de emplearlos en
experimentos sobre las relaciones entre fuerza y aceleración, y sobre la
influencia de los planos inclinados sobre el movimiento de los cuerpos.
No sé si porque me di cuenta de
que el montar algo así en una clase era excesivo para una demostración
meramente cualitativa, además de peligrosa e incluso temeraria, o porque me
aburría de oír hablar chino sin entender palabra, el caso es que deseché el plan
didáctico para la Mecánica que se me había ocurrido, me olvidé de los chinitos
y…¡desaparecí!
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Mi obsesión por verme con ELLA me
inclinó a dar verosimilitud a lo que me dijo una persona desconocida que vino a
verme. Me aseguró que sabía dónde estaba y que me podía llevar hasta el lugar
en el que se encontraba, según las últimas noticias de que disponía. No era
seguro que la halláramos en la localización que le habían proporcionado, porque
formaba parte de un grupo que se movía constantemente por la orografía
guipuzcoana, pero que las posibilidades eran altas. Acepté la oferta pero, antes de salir en su
busca, me hizo prometerle que cumpliría sus condiciones. La primera fue que
todo lo que viese tenía que permanecer en secreto, incluido el itinerario que
íbamos a seguir. Y la segunda, y más importante, que obedecería sin discusión
todas las decisiones que tomase él en función de las circunstancias de cada
momento, pues desobedecerlas en cualquier sentido ponía en peligro tanto la
vida de ELLA como la nuestra. Yo no entendía nada del por qué tanto secretismo
y tanto peligro, pero acepté lo que me proponía, y parece que di fiabilidad
suficiente a mi asentimiento, pues nos pusimos en marcha inmediatamente.
Me llevó en coche por la
autopista san Sebastián- Bilbao hasta el área de servicio de Itziar, aparcamos
el coche, me hizo poner una zamarra y unas botas de montaña semejantes a las
que llevaba él, y salimos del área de servicio campo a través en dirección a
Mendaro. Llegamos a una zona rocosa que estaba en alto, y desde se veía el
comienzo de la subida al alto de Itziar en la dirección de Bilbao hacia
Donostia. Se detuvo al abrigo de unos matorrales que había al borde de un
barranco y por cuya parte inferior corría un riachuelo que, según he comprobado
posteriormente, podía ser el Oreiko Erreka. Desde allí podíamos ver
perfectamente una zona escarpada desde la que se dominaba perfectamente el
tramo citado de la autopista, y que me señaló en silencio, indicándome con
gestos que era en aquel enclave donde era casi seguro que ELLA hiciera acto de
presencia. Yo le miré con cara de asombro sin entender nada, pues no me podía
imaginar qué podía hacer ELLA en aquellos parajes, ni tampoco entraba en mi
cabeza el por qué no nos acercábamos hasta ese lugar para favorecer nuestro
encuentro.
Recuerdo que estaba amaneciendo y
que los contornos de todo lo que teníamos al alcance de la vista se volvía cada
vez más nítido. En un momento determinado me llamó la atención, haciéndome al
mismo tiempo gestos para que permaneciese en silencio, e invitándome a mirar
hacia el enclave que me había señalado al tomar posiciones donde estábamos. Y
entonces percibí que un número indeterminado de personas estaban subiendo por
la ladera que había al otro lado del riachuelo y colocándose al abrigo de unas
rocas que impedían que les viesen los que podían pasar por la autopista. Lo
primero que me extrañó fue la vestimenta que llevaban casi todos: pantalones y
cazadoras de colores oscuros, y una gorra con visera bien calada hasta las
orejas. Lo segundo que, cuando llegaron al lugar que debían tener fijado de
antemano, se tumbaron e hicieron visibles unos máuser que, hasta ese momento,
yo no había percibido que los llevasen. Fui a decir algo, pero me mandó callar
y me indicó por señas que me fijase en la persona que ocupaba el centro de la
hilera que habían formado de cara a la autopista. Sé con certeza que en aquel
momento no me proporcionó unos prismáticos ni nada parecido. Pero con la misma
certeza sé que vi la cara de la persona que me indicaba como si la tuviese a
menos de medio metro y, a pesar de la
vestimenta y de la gorra que cubría su cabeza, la identifiqué perfectamente.
¡Era ELLA! El corazón me dio un vuelco, y traté de levantarme e iniciar a lo
loco el descenso del barranco que tenía delante. Pero mi acompañante, con
gestos bruscos, me lo impidió. Me tumbó de espaldas, puso con energía su
rodilla sobre mi pecho y, solo con la expresión de su rostro, entendí que debía
de permanecer quieto y calladito. Le hice comprender por señas que le había
entendido perfectamente, me liberó de la presión a la que me tenía sometido, me
permitió echar una nueva ojeada al grupo y, finalmente, me conminó a seguirle.
Cuando nos alejábamos, aprovechó el tiempo que empleamos en volver al área de
servicio de Itziar para comentarme que, si no me había permitido ningún gesto
de aproximación al grupo, había sido porque ELLA era la responsable del mismo y
que debían estar desarrollando una operación que él ni sabía ni quería saber en
qué consistía. El caso es que ese encuentro visual con ELLA tuvo como
consecuencia inmediata el deprimirme aun más, pues no solo me habían descartado
como miembro del grupo, sino que además me tenían sumido en la más completa
ignorancia sobre lo que estaba pasando.
Y ya antes de llegar a Itziar, se
hizo la oscuridad total en mi cerebro, y perdí toda referencia de aquello que
había vivido como una realidad.
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Estaba semiinconsciente, pero
percibía con todo detalle mi entorno. La cama con barrotes laterales en la que
estaba tendido, las dos o tres botellas invertidas que colgaban de unos ganchos
a mi izquierda, los tubos que partían de ellas y que acababan en mis brazos o
en mi nariz, las ventosas que tenía adosadas a distintas partes de mi pecho y
de las que salían una serie de cables que no tenía ni idea de dónde acababan,…
No sabía con exactitud dónde estaba,
pero sí era capaz de tener conciencia de que mi situación no era como para
echar cohetes, pues no era capaz de hacer movimientos prácticamente con ninguna
parte de mi cuerpo. Lo único que entraba dentro de mis posibilidades era girar
la cabeza (¿o solo los ojos?) a izquierda y derecha, y de mover con cierta
soltura mi brazo derecho.
Tal vez fuera porque mi parte
consciente empezó a ganar terreno a la inconsciente, pero el caso es que me di
cuenta de una serie de detalles que provocaron un inicio de cabreo que fue
aumentando por momentos.
·
Una de las botellas contenía un líquido amarillo
que asocié inmediatamente con el sabor a vainilla que invadía mi cerebro y que,
no sé por qué, detestaba.
·
Las ventosas que tenía en el pecho estaban en
contacto con la piel gracias a una sustancia pegajosa y que yo, en mi
imaginación, lo uní al hecho de que el médico de la UCI me las había colocado
ayudándose de su propio y personal semen.
·
No veía a
mi alrededor a nadie que pudiese atender los insistentes gestos que hacía para
que me ayudasen a entender lo que me pasaba o, por lo menos, tuviesen el
detalle de acercarse para ver como estaba.
Total, que en un momento
determinado decidí tomarme la justicia por mi cuenta, y me puse, con constancia
y hasta con acierto, a arrancarme todo lo que consideraba extraño y superfluo:
los terminales de control del corazón y demás constantes vitales, la sonda de
alimentación,… Y dio resultado. Al cabo de pocos segundos tenía a varias personas
a mi alrededor, y la actuación de una de ellas, sobre todo, me marcó para toda
mi estancia en el hospital y condicionó mi actitud ante los médicos que, desde
aquel instante, fue de temor y total sumisión. Porque aquel médico que
encabezaba el grupo y que se puso a mi vera, dio una orden tajante a los que le
acompañaban:
‘’¡Inmovilizarle
los brazos atándoselos a las barras laterales de la cama!’’
Y no se conformó con eso, sino que
dirigiéndose a mí, me dijo con ese tono de superioridad que no deja resquicio a
la duda:
‘’Y tú,
o te portas bien, o vengo con la grapadora y te fijo la sonda en las narices. ¡La
sonda no se toca!’’
Estos hechos tuvieron una consecuencia:
cuando me dieron de alta en el hospital, fui incapaz de acercarme hasta la UCI para
dar las gracias a los que me habían cuidado y atendido durante casi un mes.
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