Semana del 10 al 16 de abril del 2016 (Brasil III)
23 de octubre del 2007
Nada más desembarcar en el
aeropuerto de Guarulhos-Sao Paulo, se dieron cuenta de que estaban en otra
dimensión o, mejor dicho, en un mundo en el que todo era mucho más grande.
Menos mal que gracias a las indicaciones de unos y otros, y a tener la buena
costumbre de seguir a los que se les veía andar con más soltura y confianza,
los expedicionarios se encontraron sin casi darse cuenta en la salida de las
instalaciones, donde ya les esperaban sus anfitrionas.
Después de distribuirse en los
dos coches disponibles, la Flores y el Recovecos se dirigieron al suyo. Cuando
llevaban un buen rato arrastrando sus maletas por un parking abierto del que no
se veía ni el principio ni el fin, y empezaban a respirar entrecortadamente,
vieron que su conductora sacaba las llaves del coche por lo que se detuvieron
bruscamente para no dar un paso de más.
En cuanto les indicaron el coche, colocaron las maletas en su sitio, se
dejaron caer en los asientos que les indicaron sin decir palabra (ni podían), y
arrancaron hacia Sao Paulo. Preguntaron, inocentemente, si el trayecto era
corto, y ante la aclaración de que estaban a unos 25 kilómetros de la ciudad, de
que los iban a hacer por una autovía que discurría junto al río Tieté, y de que
lo peor sería recorrer la parte de la Avenida Paulista que llevaba hasta el
hotel, se repantingaron cómodamente y se dedicaron a contemplar el paisaje.
Bueno, paisaje, exactamente, no. Aquello era una riada de coches entreverada
por un aluvión de motos, y lo que más frecuentemente se apreciaba por las
ventanillas era la cara de un motorista que casi rozaba con su casco el
cristal, seguido o superado por otro, y haciendo todos ellos filigranas entre
los coches para adelantarlos, pasando por huecos inverosímiles.
En menos tiempo del que se
imaginaban por el tráfico en el que habían estado sumergidos, llegaron al Ibis
Paulista, donde empezaron a coger el tranquillo a los chekc-in, búsqueda de
ascensores, auto-traslado de maletas e inspección de los cubículos que les
correspondían. Y como en casi todos los hoteles que habían visitado, que ya
pasaban de cientos, encontraron la novedad ‘’intrigante’’. Y aquí fue un
adminículo que vieron en la ducha y que consistía en unos mandos de grifería, a
la altura de los tobillos, con su correspondiente tubo flexible al final del
cual disponía de una mini-alcachofa de ducha. Miraron hacia arriba, vieron la
ducha normal sin ninguna conexión con la anterior, volvieron a mirar hacia
abajo, se cruzaron la mirada acompañándola con gestos de asombro, y…¡cayeron
del guindo! ¡No era para lavarse los pies y ahorrarse agua! ¡Lo que se habían
ahorrado era la instalación y el espacio de un bidé! Era la primera vez que
veían lo que ahora, al cabo de casi diez años, se denomina ‘’ducha higiénica’’.
Dejaron para más tarde lo de ducharse a dos manos y bajaron al hall del hotel
para reunirse con el resto de la expedición.
Con muy buen criterio, y
achuchados por el Recovecos en su función de administrador general, decidieron
aprovechar el rato para dar una vuelta por la avenida Paulista, y cambiar en
moneda circulante los primeros euros de los que tenían en la reserva en uno de
los muchos bancos de la zona. Ya con unos cuantos reales en los bolsillos, pero
no en el de todos, pues los del Peluche se los quedó la Niña, y los de la
Flores, el Recovecos, volvieron al hotel para esperar a quien los iba a
acompañar a casa de la anfitriona principal para degustar la primera comida
brasileña.
Y así fue. Con la experiencia
añadida de tomar el Metro en una estación próxima al hotel, salir por otra que
daba a otra avenida con más circulación que la zona de Puerto Banús en
temporada alta, y dar un paseo por una barriada tranquila y un tanto
embarullada desde el punto de vista urbanística.
A la comida que les habían
preparado solo cabe ponerle un calificativo: pantagruélica. Ensalada, carne,
lenguado, fruta y dulces variados. El Palmeras disfrutó; el Peluche se mantuvo
a su ritmo, lento, pero continuo; la Niña probó de todo; la Flores picoteó y el
Recovecos disimuló y…¡se reservó para los postres!
Después de comer se produjo el
fenómeno natural que se da en todo ser vivo que come copiosamente: ‘’cada
gazapo a su cado’’ y a echar la siesta, que nuestros viajeros aprovecharon para
poner su reloj biológico en hora y así eliminar el jet-lag. No debieron hacerlo
muy bien o. por lo menos, a ellos les pareció, pues casi nada más espabilarse
les convocaron a la cena, y les volvieron a acompañar hasta sentarse en la
misma mesa que unas cuantas horas antes. Eso sí, con distinto avituallamiento,
del que picotearon más que comieron. Y de vuelta al hotel en el coche de una de
las amigas que les llevó zumbando al mejor estilo de conductor urbano. Cosa que
agradecieron, pues el movimiento y el zarandeo facilitaron la digestión. Y a
dormir, que el día siguiente se presentaba ‘’fino’’ según el programa previsto.
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