Semana del 22 al 28 de noviembre del 2015
(Viaje a Japón XI)
Nuevo fin de semana en el que el Pirulo
y la Tatiqui han dejado abandonado al grupo
a su suerte. Menos mal que fueron previsores y, para que se entretuviesen las que
acudieron a la reunión semanal, les dejaron un nuevo capítulo del viaje de los jubilados
que, con voz engolada y orgullosa, les leyó el Filloas.
Día 28 de junio del 2005
No nos encandiló la vista de Kyoto que se vislumbraba desde la ventana
de la habitación del hotel, ni nos extrañó que, cuando enfocamos los ojos a la
zona más cercana, nos encontrásemos que delante de nuestras narices estuvieran
las obras de ampliación del hotel.
Lo realmente fascinante fue lo que observamos al bajar la mirada hacia
el suelo y ver las ceremonias que hacían el grupo de trabajadores implicados en
las obras. En primer lugar, se distribuyeron en equipos de unas nueve personas
formando círculos, y uno de ellos se dirigió al resto en unos términos que ni
nos enteramos pues, aparte de hablar en japonés, nosotros estábamos detrás de
una ventana cerrada situada en la cuarta o quinta planta.
Cuando los vimos romper el círculo y creíamos que iban a incorporarse a
su correspondiente puesto de trabajo, nos quedamos con la boca abierta al
verles reagruparse de nuevo en círculos, pero esta vez el número de integrantes
de los mismos llegaban a ser de quince o dieciséis personas.
Esto nos enganchó, y a pesar del peligro de tener que elegir entre
desayunar o saciar nuestra curiosidad ya que nos quedaban pocos minutos para la
hora de tener que estar en el ‘’meeting point’’ para salir hacia la visita
turística programada, esperamos atentos a lo que pudiese pasar. Y pasó.
Transcurridos unos minutos se deshicieron las circunferencias casi perfectas
que formaban los cascos multicolores, aunque predominaba el blanco, y se giraron,
unos más y otros menos, orientándose todos en la misma dirección.
Y en esa postura y disposición debieron recibir la arenga general del
jefe máximo de las obras, acabada la cual dieron un grito al unísono y se
dispersaron. ¡Igualito que aquí! Por estas tierras lo que seguro que hacen al
unísono es gritar ‘’¡la hora!’’, y reunirse, entre las 10 y 10,30 am para
tomarse el bocata y comentar los resultados de fútbol del pasado fin de semana
(martes y miércoles) o ir adivinando ‘razonadamente’ lo que va a pasar el
próximo (jueves y viernes) Los lunes no se dice ni ‘mu’ pues la gente suele
estar recuperándose del fin de semana y de los ajetreos familiares.
En la primera visita del día, la del Castillo Ninjo, nos obligaron a
quitarnos los zapatos o cualquier otro calzado que llevásemos puesto, y a
dejarlos en unos habitáculos ‘ad hoc’, con lo que se nos pusieron a nuestra
disposición, y sobre todo a nuestra vista, las características podológicas de
cada una de las razas presentes. Y nos convencimos de que, a partir de ese
momento, íbamos a poder identificar la raza de cualquier individuo solo con
fijarnos en sus pies. Por lo menos, los del hindú que nos acompañaba eran
perfectamente diferenciables del resto. Enormes, planos y casi sin empeine, y con
los dedos desparramados de tal manera que daba la sensación de que su dedo
gordo era prensil. Esta imagen, y la que teníamos de cuando estuvo haciendo el
ganso en la entrada al Palacio, nos corroboró de que, por lo menos, le faltaba
un ‘hervor’.
Lo que mejor recuerdo de esta visita turística es el famoso Pabellón de
Oro y que Paz desapareció durante más minutos de los necesarios y previsibles.
En un momento indeterminado decidió aventurarse en la búsqueda de un baño
y…’’¡si te he visto no me acuerdo!’’ Pasaron
los minutos, el grupo al que pertenecíamos inició de nuevo el recorrido
previsto y yo, indeciso entre esperar a Paz o perder el grupo. Y además,
recordando una situación parecida vivida hacía años en el barrio árabe de
Jerusalén, en la que se extravió, con la agravante de que no tenía
documentación que la identificase. Permanecí a la espera, con un ojo siguiendo
la marcha del grupo para no perderlo de vista, y con el otro en la zona por
donde había desaparecido. Cuando ya la banderita de nuestra guía se perdía en
lontananza, apareció Paz y, acelerando el paso (en aquellos tiempos aun
podíamos hacerlo) nos acoplamos a la cola del grupo para completar el recorrido
previsto, antes de acercarnos a visitar el Palacio Imperial.
Y a las puertas del Palacio Imperial, antes de entrar, se nos aplicó
otra de las múltiples normas organizativas de los japoneses; nos tuvimos que
poner en fila, pero ni india , ni de otro número cualquiera, sino de a cinco
para facilitar las cuentas al currito que controlaba la entrada. El grupo de
jóvenes australianos que nos acompañaba se lo tomaron a pitorreo, pero tuvieron
que ‘’reblar’’ (como se dice en fabla aragonesa), y hasta que no cumplieron la
norma no nos dieron la orden de seguir adelante.
Del Palacio Imperial lo más destacado, dejando aparte los enormes
edificios de madera, fue la escrupulosa limpieza de todos los ámbitos, tanto
abiertos como cerrados. El personal de mantenimiento, que por otra parte iban
más pulcros que el de quirófano de cualquier hospital, controlaban todo: ponían
en línea tatamis, rastrillaban la arena y, creo, que si hubiesen visto una
colilla, se harían el ‘’harakiri’’ ‘ipso facto’.
PERSONAL DE MANTENIMIENTO
Si no recuerdo mal, al salir del Palacio Imperial nos dieron un tiempo
libre en una zona comercial próxima, donde entramos en lo que parecía un bar
para comer algo de picoteo, siguiendo la costumbre española. Con tan buena
suerte que nos encontramos con una pareja de castellanos-manchegos, con la que
charlamos un buen rato en castellano, que ya lo teníamos un poco oxidado, y que
nos contaron una anécdota que denota el respeto por lo ajeno que tienen los
japoneses, y que más tarde la corroboraríamos nosotros mismos. Resulta que
habían en una especie de bar/tasca tomando algo, y al cabo de varias horas,
cuando ya estaban de compras, se dieron cuenta de que se habían dejado en el
citado bar lo que denominamos aquí con la palabra, ahora políticamente
incorrecta y discriminatoria, de ‘’mariconera’’. Apurados, pues contenía parte
de su documentación y dinero, regresaron al bar y preguntaron, por señas, por
ella. Y asombrados les dijeron que si la habían dejado allí, allí tenía que
estar. Y efectivamente, al acercarse a la mesa donde habían estado, se la
encontraron en el mismo sitio y en la misma posición en la que la habían
abandonado.
Después de la charla, nos indicaron dónde podíamos comprar los regalos
típicos japoneses de todo tipo y precio, desde perlas cultivadas hasta los
‘’tabi’’ o calcetines japoneses con receptáculo para el dedo gordo, uno de
cuyos fines es que la tirilla de las denominadas ‘getas’ o chinelas japonesas no dañase los
laterales de los dedos entre los que mete. Allí nos fuimos, allí nos
entretuvimos mirando miles de chuminadas, allí compramos regalitos, y allí…nos
entretuvimos tanto que casi perdimos el autobús a Nara, al que tuvimos que
hacer señas desde la acera de enfrente para que no arrancase y nos dejase
tirados en medio de la nada.
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