Semana del 14 al 20 de junio
Continuamos con el viaje de de la
Chuli, el Bigotes y el Tirantes, los hermanos, que como ya se sabe estaban
acompañados por la Bronquios.
Lunes 8 de junio del 2015 (Tarde-noche)
Lo del descanso de después de comer tuvo su miga. Nada más entrar en la
habitación, el Bigotes encendió la TV, pues desde su jubilación era incapaz de
sestear sin oír la voz de un locutor/a de telediario arrullándolo con su voz
monótona y cansina. Lo malo es que de vez en cuando se despierta sobresaltado
cuando oye alguna palabra con las sílabas cambiadas de orden o mal empleada, y
se pone a discutir con la pantalla sin que nadie le de permiso. Pero en esta
ocasión la cosa se complicó. Solo salían cadenas inglesas, alemanas, francesas
y hasta japonesas, debido, tal vez, a que la mayoría de usuarios del hotel eran
turistas extranjeros. Menos mal que el Bigotes, cuando se empeña, consigue lo
que quiere y, ¡al fin!, al llegar al canal 101 más o menos, apareció la TV 1.
Lo malo fue que, por un lado, estaban ya emitiendo Acacias 38 y, por otro, se
había pasado el tiempo de descanso. Por todo lo cual, él y la Bronquios
decidieron bajar al hall del hotel para iniciar las actividades de la tarde.
Estaban todos tan rejuvenecidos por el reposo que decidieron dar una
vuelta por Sevilla sin rumbo fijo. Al pasar por delante de una farmacia
aprovecharon la ocasión para reponer una de las múltiples medicinas, unas
necesarias y otras no tanto, que médicos especialistas y de cabecera se empeñan
en recetar a toda persona mayor de 75 años que atraviesa el dintel de su
consulta, tal vez en respuesta al dicho de que ‘’A partir de una edad todo son
achaques’’ y a otro mucho más utilizado como es el de ‘’Más vale prevenir que
curar’’. Y allí nos enteramos de otra característica del funcionamiento de la
sanidad en esta autonomía, al ver que el envase de la medicación solicitada era
distinto al que expedían en la provincia limítrofe. Según nos explicaron, aquí,
en Andalucía, cada provincia determina quién le suministra los medicamentos por
lo que, aunque el principio activo sea el mismo, los envases son distintos. ‘’Y
eso, ¿es más barato o más caro?’’, preguntaron. A lo que la farmacéutica se
limitó a sonreír y encogerse de hombros.
Al salir de la farmacia, e impulsados por las reminiscencias de su
niñez y el recuerdo del ‘’topo’’ que pasaba por la calle Prim bamboleándose de
un lado al otro de la vía, se dirigieron a la parada más cercana de un tranvía
que pasó delante de sus narices y que era el único vehículo sin tracción animal
que podía circular por la zona.
Sin encomendarse a Dios ni al diablo se subieron al primer tranvía que
se detuvo sin fijarse siquiera en hacia dónde se dirigía, lo que costaba el
billete,…Por eso, se quedaron asombrados de lo diáfanos que eran en su interior
y, sobre todo, en que no se veía por ningún lado al típico cobrador con gorra y
cartera lateral colgada al hombro. Cuando miraron a su alrededor vieron que la
gente que había subido al mismo tiempo que ellos llevaba en la mano algo
semejante al DNI o a una de las múltiples tarjetas que ahora lleva cualquier ciudadano que se
precie, y la pasaban por delante de una pequeña caja metálica adosada a una de
las barras verticales que, a su vez, contestaba con un ‘’¡Piú!¡Piú!’’.
Lo
primero que pensó el Bigotes fue que lo que había que pasar por delante de la
cajita el DNI, y eso porque está convencido de que Hacienda, con algún truco
informático, nos controla todo a través del chip que lleva incorporado el
susodicho documento, para así poder descubrir a defraudadores camuflados en
probos ciudadanos que utilizan los transportes públicos en sus movimientos
rutinarios.
Cuando el Bigotes fue a abrir la boca para explicar sus teorías, ocurrieron dos cosas que se lo impidieron. Primera, y principal, que la Bronquios le dijo que cerraras el pico y no empezara con sus chorradas. Segunda, que una chica muy amable les dijo que los billetes había que comprarlos antes de subir al tranvía. Y añadió, sonriendo, que teníamos suerte pues no había visto al inspector rondar por allí.
Cuando el Bigotes fue a abrir la boca para explicar sus teorías, ocurrieron dos cosas que se lo impidieron. Primera, y principal, que la Bronquios le dijo que cerraras el pico y no empezara con sus chorradas. Segunda, que una chica muy amable les dijo que los billetes había que comprarlos antes de subir al tranvía. Y añadió, sonriendo, que teníamos suerte pues no había visto al inspector rondar por allí.
Total que, en cuanto un pasajero
abrió las puertas en la siguiente parada (ellos no tenían ni idea de cómo se
abrían), bajaron escopeteados del tranvía, riéndose como críos después de una
travesura.
Pero como estaban empeñados en hacer un recorrido por Sevilla en ese
medio de locomoción, el Bigotes se acercó a unas dependencias municipales
cercanas con la idea de preguntar dónde se podían los bonos para el tranvía, y
con la suerte de que allí mismo se los podían proporcionar. La señorita que le
atendió, le dijo muy amablemente que el precio de la tarjetita de 10 viajes era
de 9 euros y, al ver el parpadeo de asombro del Bigotes, le explicó rápidamente
que 7,50 euros eran los 10 viajes y 1,50 euros la tarjeta en sí. Ante lo cual,
el Bigotes empezó a cavilar sobre si la tarjetita de marras incorporaba una
tarjeta Visa con crédito de alguna cantidad a cargo del ayuntamiento, tipo
tarjeta ‘black’, o era simplemente una recaudación para un fondo que permitiese
en el futuro un ERE tranviario. Pero en vez de formular la serie de preguntas
capciosas que se le estaban ocurriendo, prefirió exagerar la cara de asombro,
ante la cual, la señorita le informó, con una sonrisa de oreja a oreja, que los
1,50 euros se le devolverían a la entrega del bono una vez usado, si es que no
decidía recargarlo.
Al salir con el bono en la mano y sin tiempo para explicar sus
gestiones, pues llegaba un tranvía a la parada, subieron por la primera puesta
que encontraron abierta, y disfrutaron del tan ansiado paseo. Y además con la
conciencia tranquila después de oír los pitidos que dio la cajita misteriosa
después de cada asada de la dichosa tarjetita. Aunque más que un paseo fue un
paseíllo, pues al cabo de dos o tres paradas, les hicieron bajar por haber
llegado al final del trayecto, en la Plaza Nueva. Para compensar el repetido y
violento ejercicio de subir y bajar al tranvía, tomaron un refrigerio y
regresaron tranquilamente al hotel, dando por concluida la excursión
vespertina, y donde se decidió, por unanimidad, curiosear el bar que tenía
instalado el hotel en la azotea.
UNA DE LAS PUERTAS DE LA CATEDRAL
Y merecía la pena, aunque fuera solo por las vistas que se disfrutaban
desde él: desde la cúpula de la catedral, con la Giralda haciendo guardia,
hasta un edificio altísimo, al estilo de las torres de la City londinense, que
se vislumbraba a lo lejos. Cuando preguntamos al camarero por ella, nos contó
que era la torre de Cajasol y que había sido objeto de controversia entre la
ciudadanía de Sevilla, ya que unos defendían que superase en altura a la
Giralda y otros que, estando donde estaba (creo que en la isla de La Cartuja),
podía tener las plantas que quisiera.
A pesar de la edad, de los consejos médicos y televisivos, y del
colesterol, en esta terraza se inició la costumbre de ingerir alcohol (esta vez
un Martini bien cargado de ginebra y un coctel de cava entre otros) como
sustitutivo de la cena, apoyados en el famoso refrán de que ‘De copiosas cenas
están las tumbas llenas’, por otro lado, animados por el hecho de que las
habitaciones estaban próximas, lo que impedía que se notase excesivamente los
posibles efectos del alcohol ingerido. Además fueron los momentos de planificar
la jornada posterior, de contar chascarrillos recientes, y de rememorar
batallitas casi olvidadas.
Y de ahí, a descansar, aunque al Bigotes y a la Bronquios les costó
algo más de tiempo, pues el primero de ellos se empeñó en abrir la habitación
con el bono del tranvía y, ni daba el pitidito, ni se ponía en verde la
cerradura de la habitación
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