sábado, 10 de enero de 2015

Semana del 4 al 10 de enero del 2015 (Viaje a Japón IV)


Esta semana ha sido especial para bastantes jubilados, pues la demanda de Reyes Magos, sobre todo de Melchor, por parte de ayuntamientos, parroquias, asociaciones y grupos de familias numerosas sigue siendo alta por esta zona. Los que han tenido más suerte se han revestido con capas lujosas, se han auto-coronado, y se han ido a sorprender a ‘peques’ en sus propias casas, disfrutando del encuentro más que ellos.




Nosotras, casi todas las del grupo, nos hemos entretenido revoloteando de un sitio a otro, yendo a curiosear a través de las ventanas y balcones iluminados, y a seguir sorprendiéndonos de la capacidad de asombro e imaginación que tienen todos los humanos hasta los 5/6 años.






Tanto entretenimiento y tanto ir de aquí para allá me obliga (o casi) a seguir con el relato del viaje a Japón que dejé a medias hace un par de semanas. Continúa así.

Día 24 de junio del 2005

No sé si será costumbre en todos los países orientales, pero en Tokyo nos tocaron diana a las 6 a.m. para que tuviésemos tiempo para desayunar con el vale que nos habían proporcionado en recepción. Y entendimos lo del madrugón cuando entramos en el comedor. Nos pasamos media hora recorriendo las distintas mesas donde estaba distribuido el buffet tratando de identificar lo que estaba expuesto y, al final, nuestra mente analítica llegó a la conclusión de que había un sector para el que quisiese desayunar al modo occidental, y otro para los que querían mantener las costumbres y modos orientales desde las primeras horas de la mañana. Lo oriental, ni lo recuerdo claramente ni, aunque lo recordase, sabría describirlo. La imagen que me quedó grabada fue la de unos peroles llenos de ‘aguachirli’ que lo mismo podía servir para lavarse las manos que para hacer una sopa caliente con arroz al modo que los occidentales, colonizados por los americanos, hacemos la mezcla de cereales con leche.

Después del desayuno comenzamos nuestra visita turística la Japón, cuyo primer paso fue una visita guiada por la capital. Para los que quisiéramos o pudiéramos ubicarnos, al menos parcialmente, en una ciudad tan extensa a lo largo, ancho y alto como Tokyo, nos subieron hasta lo alto de la torre de comunicaciones




Como buenos turistas, lo primero que hicimos al asomarnos a los miradores fue exclamar con mucha convicción ‘’¡Oh!¡Ah!’’, delante de la guía, y quedarnos un rato con la boca abierta.  Una vez que la guía se quedó conforme con nuestra reacción, nos pusimos a recorrer el perímetro del mirador sacando las fotos consabidas. Hubo una que nos llamó la atención, pues se percibía como un pequeño parque entre las edificaciones y rascacielos, por lo que intentamos sacar unas fotos con el zoom.

Y descubrimos que era un cementerio japonés que, según nos dijeron, era normal encontrarlos dentro de las ciudades, lo mismo que templos de los distintos cultos orientales




De ahí nos llevaron a una de las zonas verdes más cuidadas de entre las que hemos visto dentro y fuera de España (incluimos las diversas autonomías): el Palacio Imperial. Y eso que ni lo visitamos, sino que nos limitamos a observar los alrededores. Pero si lo que le rodeaba estaba como estaba, imaginamos que el interior estaría como ‘’los chorros de oro’’ (no tengo la seguridad de que la expresión sea esa o ‘’los chorros del loro’’, o ‘’las chorreras de oro del loro’’)



Cuando nos llevaban al Templo de Asakusa Kannon, nos asombró (entonces), una imagen que dentro de nada contemplaremos en nuestras calles: grupos de fumadores en un rincón de la acera echando caladas al cigarrillo compulsivamente. Menos mal que, al paso que vamos y antes de que eso ocurra, se habrán inventado ya las inyecciones monodosis de nicotina en jeringuillas desechables, y que los sindicatos habrán logrado que las empresas de más de 100 trabajadores dispongan de espacios y momentos para que sus empleados (el resto de trabajadores que se jodan) puedan ponérselas sin que les puedan señalar por estas prácticas vergonzantes.

Si no visitas el Templo de Asakusa Kannon en Tokyo es como si fueses a París y volvieses a casa sin ver la Torre Eiffel. O por lo menos eso nos pareció al ver la cantidad y variedad de visitantes que deambulaban por los distintos espacios y rincones  que componían el recinto donde estaba ubicado. Lo primero que se encontraba uno era una especie de templete en el que los visitantes debían purificarse y librarse de los malos espíritus con el humo de incienso y diversas hierbas que surgía de un receptáculo semiesférico de casi dos metros de diámetro.




Cuando lo vi y nos explicaron su función, la imagen que me surgió fue la de verlo instalado ante las escalinatas del Parlamento de la calle San Jerónimo, entre los dos leones, y los diputados pasando horas y horas respirando emanaciones de incienso, tomillo, romero, hierbabuena,…, intentando ‘’purificarse’’. Y a más de uno en tiendas de campaña de esas de Decathlon que se despliegan dando a un botoncito, pues sus necesidades de purificación les obligaban a estar más de un día, ya que se había prohibido incinerar a los propios diputados por razones de polución atmosférica. Eso sí, con tarjetas Visa Platino para pagar el catering que encargaban en el próximo Hotel Ritz y que se habían auto adjudicado en una de las pocas votaciones cuyo resultado era el ‘’sí’’ por unanimidad. 

A partir de ahí encontramos una de las características de los templos de las religiones orientales por la que se distinguen, entre otras varias, de los templos cristianos: la puerta, como construcción independiente del templo en sí. A mayor importancia del templo, mayor tamaño de la puerta (ésta tenía tres vanos), mayor sofisticación en la ornamentación de su estructura y objetos más voluminosos para decorarlos. Supongo que para producir el mismo efecto que cuando se entra en una catedral o en una mezquita, es decir, sentirte una ‘’mierdecilla’’ ante lo que vas a ver o a adorar. En este caso lo que más llamaba la atención era una especie de farolillos verbeneros, pero de tamaño descomunal.



Entre la puerta y el templo siempre hay un espacio amplio que en este caso era llano, pero que en otros templos que visitamos podía ser un tortuoso y empinado camino que te forzaba, cuando llegabas al templo, a hacer tus oraciones mentalmente, pues estabas ya sin resuello. En este caso te podías aproximar al templo relajadamente pero te topabas, si querías acceder a su interior, con una buena escalinata desde cuya parte superior percibías, en la sombra, la gigantesca imagen de un buda dorado. Y a tu alrededor, decenas de personas con las manos juntas y la cabeza gacha haciendo sus peticiones, supongo.

Al salir del templo, y a nuestra derecha, vimos una típica construcción japonesa que era especial por ser una pagoda y tener cinco plantas. Lo de tener cinco plantas debía ser especial en tiempos de los samuráis, pues a nosotros no nos llamó la atención a no ser por los tejados curvos que sobresalían en cada planta


Y para finalizar, nos sacaron del recinto a través de una calle, que creo que se llamaba Nakamuse, y que nos recordó a las calles repletas de tiendas de todo tipo, pero sobre todo de souvenir, que hay en torno a los famosos santuarios de occidente (Fátima, Lourdes,…). Aunque aquí, lo mismo podías comprarte un kimono que unos dulces o unos budas de distintos tamaños y precios.


La vuelta al hotel en autobús fue de los normales, turísticamente hablando.

‘’A la izquierda pueden Vds. ver…’’

’Si se fijan en aquel edificio de la derecha…’’

Encima nos lo decían en un inglés australiano del que entendía entre el 10 y el 15%, por lo que comprendía, como mucho, el inicio de las frases que he citado. Nos quedaron grabadas dos imágenes, y no porque interpretásemos correctamente a la guía sino porque tales imágenes eran las de un edificio y de una calle que disponían de elementos identificativos suficientemente grandes, y con letras latinas además de los consabidos ideogramas japoneses: el teatro Kabuki y la calle Ginza, la más comercial de Tokyo.






En algún momento tuvimos que comer pero, o nos dieron una bolsa con bocatas japoneses en el hotel, o nos llevaron a algún sitio tan poco significativo y con una comida tan civilizada o normal, que no nos dejó recuerdo alguno. Y es raro, porque cuando comes fuera de casa y en un país extraño siempre hay algo en la comida, en los comensales o en el ambiente que te llama la atención, y que es el detalle al que se aferran los recuerdos. Pues en este caso, nada de nada. Debió ser todo de lo más normal y aséptico.

Después de descansar un rato, seguimos explorando los distintos espacios de que disponía el hotel y, para relajarnos, nos fuimos a visitar lo que en los planos estaba identificado con el nombre de ‘’Jardín Japonés’’. Después de visitarlo, me quedaron grabados una serie de rasgos que desde entonces me sirven para deducir si un jardín es o no japonés auténtico:

- Se emplea mucho menos tiempo en recorrerlo que en discriminar todos los elementos que lo constituyen.

- Si además se quieren desentrañar las relaciones espaciales, de colores o tonos, o, de especies vegetales y animales existentes, tardas más que en conseguir los años de cotización necesarios en la Seguridad Social para garantizar una pensión aceptable.

Estos son los dos rasgos fundamentales que deduje una vez recorridos los caminos impolutos, y disfrutar de los distintos ambientes. En los senderos, en los que no existía ni un tramo recto de más de 10 metros, no había ni una hoja seca y las piedrecitas que los cubrían creo que las ponían en la misma posición todas las mañanas. Y además tenías la zona de acuíferos con su cascada y todo, y con distintas clases de peces (¡japoneses, claro!) retozando en unas aguas límpidas que, tal como es la tecnología japonesas, podrían beberse con más seguridad sanitaria que nuestra agua mineral embotellada.


A través de un rústico puente de madera podías acceder al ámbito religioso – místico donde existía una especie de construcción, también de madera, rodeada de plantas de todo tipo y color que te invitaba a sentarte en la entrada  y a hacer meditación trascendental.




Como es natural después de un paseo de las características descritas, y dado que salimos por una puerta que daba acceso a una amplia cafetería cuyas paredes acristaladas daban al citado jardín, el primer y único impulso fue sentarnos en una mesa a tomar un refrigerio. ¡Coño, refrigerio! ¡Aquello era la cueva de Alí Babá y los cuarenta ladrones! Ni me acuerdo de lo que tomamos, pero se me quedó la cara de tonto cuando me trajeron la nota. Miré alrededor por si en alguna mesa había alguna familia numerosa con amplio surtido de bebidas, suhi, pishi, cushi,…, y demás, pero me encontré con parejas que bebían coca cola light  o estaban tomando un té, y que todavía sonreían pues no les habían facilitado la nota de la consumición. Con lo cual deduje que la ‘’clavada’’ era norma de la casa, y decidimos que la cerna sería de autoservicio con el té gratis que nos podíamos hacer en la habitación.

Total que, recordando recorridos previos y sin muchas pérdidas por los pasillos, volvimos a localizar la ‘’patisserie’’, compramos lo que visualmente nos apetecía, pagamos por ello como si nos lo hubiese traído SEUR desde el mismísimo París, y nos fuimos a nuestra habitación. Al entrar, nos encontramos con un fax de nuestra agencia de viajes en el que nos imaginamos que nos explicaban algo referente a lo que íbamos a hacer al día siguiente, pues lo que sí sabíamos con certeza es que esa era la última noche en el hotel de Tokyo. Nos armamos un lío con la palabra ‘luggage’ y lo que nosotros entendíamos como bolsa de viaje, pues interpretamos que nuestros equipajes iban a ir por un lado y nosotros, con un equipaje de mano para pasar una noche, por otro. Y todo porque dos días después íbamos a hacer un trayecto en el tren – bala, en el que no se podían llevar equipajes. Después de decir lo que íbamos a llevar y cómo empaquetarlo, nos dimos cuenta de que estábamos más próximos a la hora del desayuno que a la de la de la cena, así que engullimos lo de la ‘patisserie’’ antes de que caducase.

Antes y para seguir con mi costumbre hispánica, y genética creo, conectamos la TV por ver alguna imagen y, para nuestra sorpresa, estaban dando un documental sobre Barco de Ávila y, aunque no entendíamos ni jota de lo que decían, nos sirvió de entretenimiento mientras nos hacíamos la ilusión de que cenábamos.


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