sábado, 6 de diciembre de 2014

Semana del 30 de noviembre al 6 de diciembre del 2014 (Viaje a Japón I)

Con esto de las tormentas están apareciendo en la playa de San Pedro de Alcántara todo tipo de residuos. Y entre ellos me he encontrado con unos folios que relatan un viaje que un par de jubilados hicieron a Japón para celebrar la efeméride de su tránsito del mundo laboral al de los pensionistas de pro. Y no he podido resistirme a la tentación de publicarlo, aunque sea por capítulos, como las buenas series de televisión. Y ahí va el primero de ellos.

22-23 de Junio del 2005

El viaje se inició con buen pie,…pero después de un paseo por toda la terminal de Salidas Internacionales de Barajas. No sé qué cara nos vería el taxista que nos dejó en la primera puerta de la terminal cuando, por el mismo precio, nos podría haber dejado en la última, que era la más próxima al puesto de facturación de la Japan Airlines. Menos mal que habíamos decidido llevar una sola maleta y de las de ruedas pues si no tendríamos que haber hecho noche a mitad de camino. Además aprovechamos para descansar en el puesto en el que, por el “módico” precio de cinco euros te marean la maleta ( o lo que les des, pues ni se fijan si es cosa, animal o persona) hasta dejarla irreconocible a través de las trescientas mil capas de película plástica que le ponen y le superponen.
Cuando llegamos por fin al puesto de facturación adecuado, después de atravesar filas interminables de turistas de Halcón Viajes seguro que camino del Caribe, nos atendió una japonesita de edad indefinible, a la que explicamos el problema que teníamos en los viajes de larga duración, debido a no poder doblar la pierna más allá de los 15º. Como no dejaba de sonreír, creíamos que no entendía más que el japonés, y cuando íbamos a reiniciar todo el enunciado del problema, nos sorprendió diciéndonos que iba a intentar solucionárnoslo. Después de teclear un rato en el terminal del ordenador y hacer un par de llamadas telefónicas de las que, por cierto, no entendimos nada por lo que dedujimos que hablaba japonés, nos asignó dos asientos de la primera fila de los compartimentos, y nos comunicó que el tercero existente lo había bloqueado para que pudiéramos hacer el viaje más cómodamente desde Ámsterdam a Tokio. Por si acaso se arrepentía, y en cuanto nos entregó todas las tarjetas de embarque, decidimos que lo mejor era desaparecer de su zona de visión y trasladarnos, cojeando por supuesto, a la zona de embarque.


Aeropuerto Adolfo Suarez-(Antes Madrid barajas) 

Una vez allí, como teníamos tiempo de sobra, comenzó mi sesión de cotilleo que no pudo ser gráfico pues habíamos enviado la máquina de fotos en la maleta que habíamos facturado. La “cosa” comenzó en el arco de seguridad pues algunos, al tenerse que quitar el cinturón del pantalón para evitar pitidos, lo atravesaban como ensayando unos pasos de baile a los que sólo faltaba la música de fondo del “Lago de los cisnes” de Tschaikowsky. Y menos mal que al final, con esto de la igualdad de sexos en el cuerpo de la Guardia Civil, podían caer en brazos de “la” número que controlaba la salida de bolsos y carteras de mano. Lo mejor sucedía cuando a dos “patosos” se les ocurría quitarse el cinturón al mismo tiempo y, por las prisas, tropezaban a la entrada o salida del arco. Yo estuve esperando un rato para ver qué pasaba si en esas urgencias sonaba la alarma y tenían que decidir entre abrazarse o sujetarse los pantalones, pero no tuve suerte.


¡Esto sí que es escanear!

Nos sentamos a voleo en esos espacios llenos de asientos colocados unos frente a otros para, supongo, poderse uno entretener observando lo que hacen otros pasajeros que ya tienen asumida una espera no controlable ni mensurable. Después de un rato de estar entretenidos con las maniobras que hacía un paterfamilia  para alejarse del núcleo familiar y comprobar que la finalidad que perseguía era poder comerse un potito de su vástago más pequeño, me di cuenta que la persecución del ‘’fumador’’ había llegado hasta esta zona internacional, por lo que, como una jirafa hambrienta o asustada, estiré el cuello todo lo que pude y observé a mi alrededor para ver si podía detectar dónde habían situado las autoridades la zona de destierro para los agotes del siglo XXI. Como es natural lo descubrí gracias a la manía de las autoridades en aplicar el principio de que si permites algo a “apestados” sociales sea en un entorno que tenga efectos disuasorios. Total, que a la salida de los servicios y colocados en una superficie mínima por la que pasaban todos los efluvios arrastrados por una corriente provocada de una manera natural por el pasillo en el que estaban situados los citados servicios, se amontonaba una pequeña y heterogénea muchedumbre: viajeros del Caribe luciendo su color caoba y “rastras” hechas a última hora, ejecutivo medio descorbatado y sujetando con la mano libre un maletín o un ordenador personal, empleado de limpieza haciendo un alto en su quehacer diario,… La estrechez del recinto, que aun no había sido acotado con valla de espinas, ni siquiera con paredes de acrílico, hacía que los asientos, mucho más decrépitos que cualquiera de los utilizados en otras zonas, estuviesen tan próximos que era casi imposible utilizar dos contiguos. Entre esta circunstancia de carácter espacial y la de tipo mecánico, consistente en que a muchos de ellos les faltaba uno o más tornillos de sujeción, hacia que la mayoría de las personas que fumaban estuviese de pie, y más de uno encendiese el cigarrillo no por el extremo diseñado por el fabricante, sino por la mitad del mismo, más o menos. Total, que para alegría del “hacedor” de leyes que no dejan a uno ni morirse a gusto (espero que a algún científico no se le ocurra encontrar relación entre el follar y los ataque al corazón, lo que por otro lado es real, pues el 98% de los/las que mueren de un ataque al corazón han follado o han tenido un orgasmo “artificial” un minuto, una hora, un día, o un mes antes de que esto les ocurra), acabé el cigarrillo en cuanto me llegó el sabor a nicotina a la garganta, es decir, después de un par de “caladas”.



Interior del Aeropuerto 


Y vuelta a empezar con esos paseos que se hacen más desesperados y desganados cuanto más tiempo pasa uno en la zona de embarque. Y más miraditas a la pantalla de “Salidas” para ver si tu vuelo avanza en la interminable lista y se pone en los puestos de cabeza sin que aparezca la fatídica palabra DELATED o algo así. Y más visitas a la tienda de revistas para ver si hay alguna que regale un pareo o bolsa de playa que haga juego con el último bañador que has comprado en las rebajas. Y más elucubraciones sobre si te darán o no algo de comer en el avión, o si es mejor pelearte por un bocata descafeinado y elástico en uno de los doscientos minibares existentes.

Al final, el anuncio silencioso o casi de la azafata de tierra en el mostrador de embarque (los ciegos no sé cómo se las arreglan sin la megafonía para llegar a tiempo), y a volver a tener que hacer cola para subir al avión que nos va a llevar a Ámsterdam.


Avión

Lo de sentarse en un avión, con las dificultades previas que supone (“plastificar” el equipaje, conseguir las tarjetas de embarque, esperar que aparezca la puerta de embarque en los paneles informativos, volver a esperar a que se “materialice” el personal de tierra en la citada puerta, hacer tiempo mientras se comprueba con cara de tonto que la fila de pasajeros no disminuye, atravesar el túnel del tiempo o medio aeropuerto en autobús hasta el último parking de aviones), produce una sensación semejante a la del que mira todos los días en el periódico los números de la bonoloto y un día descubre que ha acertado cuatro. Y todo porque, a pesar de que solo logras encajarte en un espacio donde no puedes ni pestañear sin molestar al vecino, crees que has superado todos los obstáculos reales e imaginados que te podían impedir iniciar el viaje de tus sueños. Pero la cruda realidad es que has finalizado una etapa y comienza otra cuyos puntos críticos solo son previsibles en parte. Los más inmediatos son los siguientes:

Llevas más de veinte minutos más rígido e inmóvil que un cadáver, y empiezas a preguntarte, sin mover un solo músculo, si eso es normal o vas a oír a las azafatas la orden de desalojar el avión por “razones técnicas”

Cuando el avión comienza a moverse y ves la fila de ídem que hay en la pista que lleva a la cabecera de la pista de despegue, te imaginas que como todos quieran ir luego en la misma dirección, eso no se arregla ni con semáforos.

En el momento en que se te pasa el cosquilleo en la boca del estómago, que se ha originado al recordar aquello de que “los momentos más peligrosos son los del despegue y el aterrizaje”, miras el reloj y haces un cálculo horario para comprobar si vas a llegar al enlace que tienes que realizar en le aeropuerto de destino.


Aeropuerto Amsterdam: para pasillos largos, éstos

Y ese último punto crítico tomó cuerpo en Ámsterdam cuando, al preguntar por dónde se iba a la puerta de embarque del vuelo a Tokio, nos confirmaron lo que más temíamos: que estaba en la otra punta de la zona de vuelos internacionales en la que nos encontrábamos. Aquello no era un paseo. Aquello era un maratón en el que nos hacían participar a dos cojos, uno de los cuales tenía dificultades respiratorias que, además, se agravaban cuando tenía que hacer algo bajo presión. Pero a pesar de los calambres y ahogos llegamos a la puerta de la Japan Airlines que, como su nombre indica, estaba, o nos parecía que estaba, más cerca de Japón que de Ámsterdam. Y todo ello después de observar a lo largo del trayecto, con sentimientos que oscilaban entre la envidia y el odio, a personas con un aspecto mucho más saludable que el nuestro que eran trasladadas de un lado a otro del aeropuerto en rápidos y silenciosos cochecito eléctricos conducidos por rubicundas azafatas o sonrientes personas de color. Cuando, por fin, nos acomodaron en los asientos del avión que indicaban nuestras tarjetas de embarque, y recuperamos el ritmo de respiración normal, nos hicimos la firme promesa de no volver a pasar por trance semejante, y hacer valer nuestra edad y nuestra invalidez en la próxima tramitación de tarjetas de embarque de vuelos nacionales o internacionales.




El vuelo fue como cualquier otro de los que conocíamos de la misma duración, once horas, pero en japonés, es decir, sin entender nada de lo que nos decían. Pues aunque las auxiliares de vuelo hablaban inglés, nuestro conocimiento del idioma no nos daba para mucho, a parte de que, como nos enteramos a los pocos días, era más australiano que inglés o americano, y, en consecuencia, con una entonación y un léxico irreconocibles para nosotros. Al cabo de casi dos horas de vuelo, y después de intentar inútilmente acomodar nuestro cuerpo y, sobre todo, nuestras piernas, nos dimos cuenta que lo que nos impedía moverlas libremente era un aditamento acoplado al brazo izquierdo del asiento. Fijándonos en los ocupantes de los asientos limítrofes pudimos por fin hacer girar una barra o tubo metálico que tenía acoplada en su extremo una pequeña pantalla, y que, para sorpresa nuestra y después de tocar todos los botones y en orden aleatorio, dedujimos que proporcionaba la información del vuelo (situación del avión respecto a la superficie terrestre, velocidad, altura, tiempo que faltaba para llegar al destino,…), un sinfín de juegos de ordenador, e incluso, por lo que podíamos deducir poniendo en juego nuestra creatividad y nuestra imaginación, películas y/o canales televisivos de noticias. Total, que comprobamos que cuando alguien no sabe qué hacer y, además, no puede moverse, es capaz de entretenerse con imágenes cambiantes e ininteligibles durante un tiempo indefinido. En resumen, que entre discutir en qué consistían los jueguecitos y qué botones había que apretar, y dar nombre a lo que nos sirvieron de cena, se nos pasó el tiempo con más pena que gloria. Y para colmo eliminé, como utilizable en el resto del viaje, uno de los pocos pantalones que llevaba pues, al intentar hacer más comestibles unas “hierbas” que nos sirvieron como ensalada, me puse perdido el que llevaba puesto con una mezcla de aceite y vinagre (o eso creía) que nos proporcionaron en uno de esos “sobrecitos” que siempre se rasgan cuando menos lo esperas y en la dirección menos adecuada.

Aun quedan unos cuantos folios, así que seguiré en la próxima ocasión que tenga

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