sábado, 28 de julio de 2018


Semana del 22 al 28 de julio del 2018

Mazagón a los 80 (II)

12 de julio




Amanece el día de la esperanza, es decir, el día en el que te despiertas con ‘’el sentimiento que nace de considerar como posible lo que deseas’’(RAE): cambiar de habitación. Porque a partir de cierta edad solo se tiene esperanza en cosas pequeñas pero que te faciliten la vida.

En el desayuno, lo primero que hacemos siempre es revisar y memorizar la distribución del buffet para no perder el tiempo el resto de los días buscando lo que constituye normalmente nuestra primera comida del día cuando estamos fuera de casa. Y siempre en la confianza de que el Parador o el hotel en el que nos encontremos no imite al Corte Inglés y cambie por sorpresa y sin avisar la ubicación del avituallamiento.

En este caso surgieron dos sorpresas.

Una, que el tenderete donde el personal de cocina te prepara, a petición propia y en el momento, el plato de huevos y beicon no estaba atendido por nadie, por lo que no me quedó más remedio que andar girando la cabeza a izquierda y derecha para detectar si alguien vestido ‘ad hoc’ (delantal con pringue de huevo y gorrito de cocinero) se acercaba al tenderete citado.

La otra sorpresa fue que al intentar abrir el frasquito de mermelada no pude girar la tapa y abrirlo. Antes de desmoronarme anímicamente por mi incapacidad, que achaqué a los 80, solicité la ayuda de un camarero ‘cachas’, y la sonrisa volvió a iluminar mi rostro, pues tampoco logró abrir el dichoso tarrito de mermelada de albaricoque. Renuncié al albaricoque ya que en cuanto intenté abrir uno correspondiente a la fresa oí el ´plop’ que me indicaba que lo había logrado. Como de reojo, ví que el ‘cachas se acercaba al jefe de sala con el frasquito en cuestión en la mano, y supuse que con la intención de que le resolviese el problema. No perdí detalle y logré desentrañarla solución que le ofrecía: dar en la base del frasquito las palmadas suficientemente enérgicas y necesarias hasta que, al girar la tapa ya sin resistencia aparente, se oyese el esperado ‘plop’. Como quien no quiere la cosa, volví al sector ‘mermeladas y miel’, cogí un frasco de albaricoque y, después de varias palmadas enérgicas y viendo que empezaban a dolerme indiscriminadamente músculos y huesos de la mano y otros aledaños, desistí. Consecuencia: me he hartado de mermelada de ‘frutos rojos’, vulgo fresa, a lo largo de nuestra estancia y eso que repetí el intento en días sucesivos sin éxito alguno.

De vuelta a la habitación, a preparar de nuevo el equipaje para que, en el momento oportuno, lo trasladasen sin problemas ni pérdidas a nuestra nueva habitación. Y de paso, distribuir la impedimenta propia de cualquier estancia junto a una piscina: toallas, toallitas, libros, cremas, oxígeno, identificación hotelera,…

Bajamos por el jardín y nos instalamos en una de las sombrillas que había junto a la piscina. Y ya se sabe cuál es el proceso: sitúas las hamacas cara al sol después de adivinar su recorrido; colocas las toallas en las dos tumbonas procurando que quede patente que además de las toallas hoteleras hay otras personales; pones la mesita entre las tumbonas, y si no la hay la ‘robas’ de otra sombrilla sin dueño aparente y sin que se note demasiado; colocas algo personal, pero prescindible, en la mesita, tal como un bolso que solo contenga pañuelitos de papel nuevos o usados y/o unos caramelos de eucalipto; echas una ojeada alrededor para localizar una silla o sillón piscinero y lo ‘distraes’ elegantemente; y, por último, te acercas al restaurante que siempre hay en los aledaños y reservas mesa, que en este día iba a ser para cinco, pues venían a comer Alberto y Cía.





Restaurante

Después de esto, que parece sencillo pero que es bastante estresante según explicaré más adelante si me acuerdo, di una vuelta por las instalaciones del hotel sobre todo para analizar las ventajas de nuestra nueva ubicación, aunque previamente pasé por un mirador de que disponía el Parador para apreciar la playa de Mazagón y alrededores.



Playa de Mazagón hacia poniente


Pinar afectado por incendio del 2017


Playa de Mazagón hacia levante

Al recorrer los pasillos porticados exteriores próximos a la que iba a ser nuestra nueva residencia, me encontré con algo que me recordó mi niñez en la terraza de Prim: un nido de golondrinas con crías. Y a lo largo de los días comprobé desde cómo las alimentaban sus progenitores, cómo se alteraban en cuanto identificaban su gorjeo al aproximarse, y hasta cómo empezaron a aprender a volar de una en una hasta que desaparecieron todas del nido.


La comida familiar transcurrió sin incidencias significativas, a no ser que se tome por tal el tomar por primera vez en la temporada un plato de sardinas asadas. Como es natural entre personas de edad, no faltaron críticas a la situación actual, llegando a la conclusión consabida: los tiempos pasados siempre fueron mejores, y mejor no hablar de la preparación de los personajes públicos.

Cumplimentadas las despedidas, volvimos a descansar a las hamacas, con tan mala suerte que, al acercarnos a ellas, nos metimos en lo que, en un principio, nos parecieron arenas movedizas, aunque solo era una zona encharcada que no se percibía por estar disimulada por el abundante césped que había.

Al cabo de no mucho tiempo, nerviosos por instalarnos definitivamente, decidimos iniciar la subida de la cuesta que nos separaba del nivel de las habitaciones. La pendiente que tenía el camino empedrado nos obligó a hacer el recorrido por etapas, y sin mayores problemas llegamos a la nueva habitación que nos habían asignado, deshicimos (¡por fin!) las maletas y disfrutamos ya tranquilos de las vistas que teníamos desde nuestra terracita privada.


Al final del día nos fuimos a la cafetería a tomar un pequeño refrigerio, y donde charlamos amplia y distendidamente de las nuevas generaciones, llegando a la conclusión de que la diferencia fundamental con la nuestra estaba en los valores que regían ambas maneras de actuar.


Terraza de la cafetería del Parador

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