jueves, 11 de mayo de 2017

Semana del 30 de abril al 6 de mayo del 2017

Esta semana el Pirulo, aun ‘’impactado’’ por el tamaño del aparato de oxigenoterapia que le han ‘’recetado’’ a la Tatiqui, no ha dejado a nadie del grupo ni saludarse entre sí, con la excusa de no alterar la respiración de la ‘’oxigenada’’ forzosa. 





¡Hasta los geranios se han puesto 'rechulos'!

Así que se ha limitado a entregarnos algo que él mismo había redactado para ilustrarnos sobre temas educativos de última hora y nos ha obligado a leerlo, pero advirtiendo que no admitía comentario alguno para evitar así consumir el poco oxígeno que contenía el aire que alimentaba el aparato unido al pico de la susodicha Tatiqui.

Y esto era lo que contenían los folios que entregó a cada uno de los presentes


He leído hace un par de semanas un artículo titulado ‘’Los deberes escolares’’ de Álvaro Marchesi (ABC del 19 de abril), al que se le califica como ‘’el arquitecto de la LOGSE’’ en distintos medios de comunicación.

Y después de intentar descifrarlo, revisándolo un par de veces, no tengo nada claro ni la esencia del problema ni sus posibles soluciones. Creo que es o representa una visión cenital de la cuestión que trata de resolverse con los instrumentos que nunca podrá aplicar una administración educativa: financiación, y más financiación. Y lo que sí queda claro en el artículo, pero que muy claro, es que las reválidas de la LOMCE (esas que se han suprimido de un plumazo), son ‘’absurdas e injustas’’. ¿Por qué absurdas? ¿Para quién injustas?

Lo peor de todo es que no puedo, ni quiero, rebatir, complementar, y ni siquiera matizar lo que en esas líneas se expresa y/o se da  por sobreentendido, y solo me resta la posibilidad de hablar desde mi experiencia de alumno, profesor o funcionario de la administración educativa.

En los diez años que estuve en el colegio, entre los 7 y los 17 años, tenía claro que me movía dentro de un triángulo cuyos vértices eran mis padres, mi profesor o profesores correspondientes al curso en que estaba, y el centro con su normativa explícita o implícita. Y yo buscaba automática e intuitivamente una relación con ellos que equilibrase las tensiones que me podían provocar cada uno de ellos. Lo que tenía muy claro era que mi misión era estudiar; que mis padres siempre darían la razón a los profesores y siempre estarían de acuerdo con la aplicación de la normativa del centro para juzgar mis actuaciones; y que el profesorado contaba con ese respeto de mis padres a las decisiones que tomasen y que afectasen a mi persona. 

Y todo esto durante mi recorrido a lo largo de la primaria, del bachillerato elemental y del bachillerato superior, en los cuales me sometían a una evaluación semanal, repito, semanal, cuyo resultado lo leía en público el director del centro los viernes y que debía de ser revisado y firmado por uno de mis progenitores. Hasta el entorno social apoyaba este funcionamiento, pues aun recuerdo que, si las notas eran buenas, el primero que las veía era el farmacéutico de la familia quien me premiaba con una cajita de pastillas JUANOLA para animarme a seguir por el ‘’buen camino’’.

Así que si me mandaban ‘deberes’ no dudaba en que tenía que hacerlos, fuesen ejercicios o fuese aprenderme una lección de cualquiera de las asignaturas. Porque, además, el profesorado tenía la buena o mala costumbre (según la mirada sea cenital o a ras de tierra) de comprobar al día siguiente si se había realizado lo encomendado, con el sencillo sistema de sacar a la pizarra a cuatro o cinco alumnos elegidos aleatoriamente, o eso creíamos. Y en cuanto a las notas semanales, ¿qué más puedo decir? Que cualquier ‘descuido’ quedaba reflejado en ellas, y que los padres, en mi caso, tomaban siempre las medidas que consideraban oportunas: reducción o supresión de la paga semanal, confiscación del carnet de socio de la Real por uno o más partidos,….

También conocí casos en que, en la clase, siempre había algún compañero experto en falsificación de firmas que te resolvía el control paterno mediante favores que pasaban a ser pecuniarios con la edad. E incluso simulación de rotura de boletines motivada por cabreos paternos que los dejaba inservibles.

Y todo esto, ¿por qué lo cuento? Porque en aquella época los tres vértices del problema de los ‘deberes’, es decir centro, profesores y padres, tenían claro que el alumno lo que debía de hacer era estudiar y avanzar en sus aprendizajes con mayor o menor esfuerzo. Y esto último, el esforzarse, debía quedar evidente y claro para los tres vértices citados. 

Por otra parte, el alumno tenía asumido todo esto desde que había comenzado la primaria, y tenía comprobado que el que no se esforzaba quedaba descolgado y no seguía en el pupitre de al lado como si no hubiese pasado nada. Y en aquellos tiempos ni conocíamos la existencia de la mayoría de los órganos y estructuras administrativas con las que, supongo, se relacionaría el centro a través de sus órganos directivos. Eso sí, los niveles de exigencia que aplicaban los profesores podían variar de uno a otro, pero a lo largo de un ciclo educativo esos niveles se compensaban.

Y desde mi perspectiva de alumno me atrevo a sacar alguna conclusión:

*Los ‘deberes’ tendrían que ser consensuados y coordinados por los tres vértices que rodean o inciden en la vida del estudiante.

*El resultado de esos ‘deberes’ deberían ser controlados y aclarados con la inmediatez apropiada por el profesor.

*El profesorado debería encontrar y aplicar los mecanismos o sistemas más adecuados para valorar y reforzar el esfuerzo realizado

(CONTINUARÁ)



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