Semana del 30 de abril al 6 de mayo del 2017
Esta semana el Pirulo, aun
‘’impactado’’ por el tamaño del aparato de oxigenoterapia que le han
‘’recetado’’ a la Tatiqui, no ha dejado a nadie del grupo ni saludarse entre
sí, con la excusa de no alterar la respiración de la ‘’oxigenada’’ forzosa.
¡Hasta los geranios se han puesto 'rechulos'!
Así
que se ha limitado a entregarnos algo que él mismo había redactado para
ilustrarnos sobre temas educativos de última hora y nos ha obligado a leerlo,
pero advirtiendo que no admitía comentario alguno para evitar así consumir el
poco oxígeno que contenía el aire que alimentaba el aparato unido al pico de la
susodicha Tatiqui.
Y esto era lo que contenían los
folios que entregó a cada uno de los presentes
He leído
hace un par de semanas un artículo titulado ‘’Los deberes escolares’’ de Álvaro Marchesi (ABC del 19 de
abril), al que se le califica como ‘’el arquitecto de la LOGSE’’ en distintos
medios de comunicación.
Y después
de intentar descifrarlo, revisándolo un par de veces, no tengo nada claro ni
la esencia del problema ni sus posibles soluciones. Creo que es o representa
una visión cenital de la cuestión que trata de resolverse con los
instrumentos que nunca podrá aplicar una administración educativa:
financiación, y más financiación. Y lo que sí queda claro en el artículo,
pero que muy claro, es que las reválidas de la LOMCE (esas que se han
suprimido de un plumazo), son ‘’absurdas e injustas’’. ¿Por qué absurdas?
¿Para quién injustas?
Lo peor de
todo es que no puedo, ni quiero, rebatir, complementar, y ni siquiera matizar
lo que en esas líneas se expresa y/o se da
por sobreentendido, y solo me resta la posibilidad de hablar desde mi
experiencia de alumno, profesor o funcionario de la administración educativa.
En los diez años que
estuve en el colegio, entre los 7 y los 17 años, tenía claro que me movía
dentro de un triángulo cuyos vértices eran mis padres, mi profesor o
profesores correspondientes al curso en que estaba, y el centro con su
normativa explícita o implícita. Y yo buscaba automática e intuitivamente una
relación con ellos que equilibrase las tensiones que me podían provocar cada
uno de ellos. Lo que tenía muy claro era que mi misión era estudiar; que mis
padres siempre darían la razón a los profesores y siempre estarían de acuerdo
con la aplicación de la normativa del centro para juzgar mis actuaciones; y
que el profesorado contaba con ese respeto de mis padres a las decisiones que
tomasen y que afectasen a mi persona.
Y todo esto durante mi recorrido a lo
largo de la primaria, del bachillerato elemental y del bachillerato superior,
en los cuales me sometían a una evaluación semanal, repito, semanal, cuyo
resultado lo leía en público el director del centro los viernes y que debía
de ser revisado y firmado por uno de mis progenitores. Hasta el entorno
social apoyaba este funcionamiento, pues aun recuerdo que, si las notas eran
buenas, el primero que las veía era el farmacéutico de la familia quien me
premiaba con una cajita de pastillas JUANOLA para animarme a seguir por el
‘’buen camino’’.
Así que si me
mandaban ‘deberes’ no dudaba en que tenía que hacerlos, fuesen ejercicios o
fuese aprenderme una lección de cualquiera de las asignaturas. Porque,
además, el profesorado tenía la buena o mala costumbre (según la mirada sea
cenital o a ras de tierra) de comprobar al día siguiente si se había
realizado lo encomendado, con el sencillo sistema de sacar a la pizarra a
cuatro o cinco alumnos elegidos aleatoriamente, o eso creíamos. Y en cuanto a
las notas semanales, ¿qué más puedo decir? Que cualquier ‘descuido’ quedaba
reflejado en ellas, y que los padres, en mi caso, tomaban siempre las medidas
que consideraban oportunas: reducción o supresión de la paga semanal,
confiscación del carnet de socio de la Real por uno o más partidos,….
También
conocí casos en que, en la clase, siempre había algún compañero experto en
falsificación de firmas que te resolvía el control paterno mediante favores
que pasaban a ser pecuniarios con la edad. E incluso simulación de rotura de
boletines motivada por cabreos paternos que los dejaba inservibles.
Y todo
esto, ¿por qué lo cuento? Porque en aquella época los tres vértices del problema
de los ‘deberes’, es decir centro, profesores y padres, tenían claro que el
alumno lo que debía de hacer era estudiar y avanzar en sus aprendizajes con
mayor o menor esfuerzo. Y esto último, el esforzarse, debía quedar evidente y
claro para los tres vértices citados.
Por otra parte, el alumno tenía asumido
todo esto desde que había comenzado la primaria, y tenía comprobado que el
que no se esforzaba quedaba descolgado y no seguía en el pupitre de al lado
como si no hubiese pasado nada. Y en aquellos tiempos ni conocíamos la
existencia de la mayoría de los órganos y estructuras administrativas con las
que, supongo, se relacionaría el centro a través de sus órganos directivos.
Eso sí, los niveles de exigencia que aplicaban los profesores podían variar
de uno a otro, pero a lo largo de un ciclo educativo esos niveles se
compensaban.
Y desde mi
perspectiva de alumno me atrevo a sacar alguna conclusión:
*Los
‘deberes’ tendrían que ser consensuados y coordinados por los tres vértices
que rodean o inciden en la vida del estudiante.
*El
resultado de esos ‘deberes’ deberían ser controlados y aclarados con la
inmediatez apropiada por el profesor.
*El
profesorado debería encontrar y aplicar los mecanismos o sistemas más
adecuados para valorar y reforzar el esfuerzo realizado
(CONTINUARÁ)
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