Semana del 1 al 7 de marzo del 2015 (Viaje a Japón VII)
La Coyotita y la Surfi han
aparecido de improviso y se han llevado a la Tatiqui para evacuar consultas
que, por lo que se ve, solo les concernía a ellas. Y con el fin de que no las
molestáramos, se han trasladado a una zona que ahora es de las más tranquilas
de San Pedro, junto al bar Canuto, pues el trajín que había hace unos meses ha
desaparecido, ya que el trasladar la notaría más famosa del pueblo a un local
más céntrico, el ir y venir de personas de toda nacionalidad y condición que se
acercaban a esas oficinas para arreglar papeles, ha tomado otro rumbo. Y en
cambio nosotras nos podemos reposar donde queramos: en una chimenea, en un
ficus y…¡hasta encima de los coches aparcados!
En consecuencia, el resto nos
hemos quedado solos y descabezados, lo que ha provocado el que nos
dispersásemos en distintas direcciones, suspendiendo por unanimidad la charla
de todas las semanas. Y para sustituirla no he tenido más remedio que echar
mano de esos recuerdos del viaje a Japón del par de jubilados.
Día 26 de junio del 2005 (Primera parte)
En el momento de escribir este reportaje, ni
recuerdo el desayuno del Hotel, por lo que pienso que se debe a alguna de las
siguientes razones:
- No desayunamos
- El desayuno fue de lo más normal
- Tengo un lapsus memorístico y se han
borrado todos los recuerdos referentes a los sabores y olores relativos a un
desayuno japonés.
Lo que sí tengo grabado en la memoria es que
bajamos en taxi (chófer con guantes blancos, puntillitas en los asientos,…) a
la estación de Odawara, donde nos encontramos con una sorpresa: el edificio
albergaba tres estaciones distintas que correspondían a su vez a trayectos y
compañías diferentes. Menos mal que allí nos esperaba nuestro guía Kato, que
nos condujo a los andenes adecuados, aunque a costa de corretear detrás del
hindú que teníamos en el grupo, y que se escapaba de su vigilancia corriendo
detrás de cualquier carrito que ofreciese o transportase comida. Lo que debía
tener el tal hindú era un hambre atávica, esa que está incluida en los genes
después de que el grupo humano al que perteneces ha pasado hambre durante
siglos.
ESTACIÓN DE ODAWARA
Una vez tranquilos al estar ya donde íbamos
a tomar el tren que nos iba a llevar a la ciudad de Inuyama, miramos asombrados
a nuestro alrededor, asustados por la ausencia de voces, gritos, risas,
carreras,…, tan normales en cualquier estación de RENFE.
La gente muy formal,
cada uno a lo suyo: paseando tranquilamente hacia unos cubículos transparentes
donde se sentaban a leer el periódico o los papeles que llevaban en sus
carteras de mano; esperando tranquilamente al borde del andén entre marcas
amarillas que delimitaban claramente un espacio numerado, u observando los
paneles de colores donde, según dedujimos, se indicaban los trenes que iban a
acceder a o a salir de esa estación.
Colores que debían de tener su significado
y que, después de hacernos entender por Kato mediante señas y frases en inglés
a lo indio, logramos interpretarlos: rojo para los trenes que paran a veces;
amarillo para los que no paran nunca, pues van directamente desde su punto de
partida hasta su destino; azul, que indica que paran hasta en los pasos a
nivel, si lo consideran necesario. Kato, muy amable, nos indicó también que no
nos moviésemos del lugar en que nos había dejado, advertencia que no entendimos
hasta que nos dimos cuenta que estábamos pisando un número que coincidía con el
número de coche del tren en el que estaban nuestros asientos. Y Kato nos
confirmó, sonriente, que era ahí mismo, en ese lugar del andén, donde iba a
quedar la puerta del tren por la que teníamos que acceder para llegar a
nuestros asientos.
Y esa seguridad de que vas a estar en el lugar adecuado y en
el momento adecuado, te proporciona una paz de espíritu que te permite
disfrutar de todas las novedades que ves a tu alrededor: gente tranquila que
lee pausadamente su periódico cerca, supongo, del lugar exacto por el que va a
acceder al tren; la llegada silenciosa de trenes que se detienen exactamente
donde deben, ni un centímetro más adelante o más atrás; trenes que pasan a toda
velocidad, sin reducir siquiera su velocidad;... ¡¡Lo mismo que cuando esperas
un tren de la RENFE!! Y más cuando ya tienes cierta edad y no te apañas con la
maleta aunque esté provista de ruedas.
ESTACIÓN DE DELICIAS-ZARAGOZA
Aun recuerdo aquel día En la estación de
Delicias de Zaragoza esperando el AVE que procedía de Barcelona y nos iba a
llevar hasta Málaga. Empezando por la espera nerviosa en algo que llamaban
‘sala de ídem’ abierta a los cuatro vientos, pero sobre todo al cierzo del
Moncayo, al igual que el mastodóntico edificio de la estación; las miradas,
cada diez segundos, a las pantallas de ‘Llegadas’ y ‘Salidas’ (para evitar
errores) aguardando que nos permitieran bajar a los andenes; los intentos
‘’independentistas’’ de la maleta de ruedas al bajar con ella por las escaleras
mecánicas y que giraba en la dirección más inesperada; la ingenua pregunta a la
azafata que controlaba los billetes.
‘’Nuestro
vagón de asientos preferentes, ¿entrará en cola o en cabecera del tren?’’;
la respuesta que, aunque prevista por repetida en más ocasiones, siempre te
sorprende;
‘’No lo sé. Depende de cómo
formen el tren en la cabecera de recorrido. Lo mejor es que se coloquen en el
centro del andén’’.
Y una vez situados donde te habían indicado parece que
te tranquilizas, pero la procesión va por dentro, pues ni siquiera sabes por
dónde va a venir el tren, si por la izquierda o por la derecha. En un par de
minutos has recuperado el ritmo normal de la respiración ya que, a pesar de que
te han advertido que el tren tardará unos minutos en llegar, tú no te fías, y
has hecho un esfuerzo, casi sobrehumano para tu edad, con el fin de llegar lo
antes posible a ese centro del andén, donde, como es natural, se van acumulando
viajeros.
Y entonces empieza a imaginarte situaciones de lo más absurdas, pero
todas con un denominador común: no vas a poderte subir a tiempo al AVE. Con lo
que pasas de un estado de expectativa a otro de ansiedad y, si no te controlas,
acabas asombrando a los que te rodean con manifestaciones histéricas que no
vienen a cuento. Menos mal que la experiencia siempre te da la solución
adecuada: entra por la primera puerta que encuentres y, una vez dentro, con el
tren parado o en marcha, ya buscarás tu asiento.
En Japón, nada de esto te puede pasar. Y lo
comprobamos. Nuestro tren se detuvo, a su hora, exactamente con la puerta
delimitada por las dos líneas amarillas perpendiculares a las vías entre las
que estábamos de pie, esperando su llegada. Y como he dicho anteriormente, ni
un centímetro más, ni un centímetro menos.
Una vez que llegamos a la estación de
Inuyama ni recuerdo cómo nos llevaron al hotel Meitetsu. Fuéramos paseando a
pie, o en microbús, lo que sí nos explicaron es que la ciudad de Inuyama estaba
en la orilla izquierda del río Kiso Gawa y que la población que veríamos desde
las habitaciones del hotel al otro lado del río era la de Unuma.
HOTEL MEITETSU
Cuando nos asignaron habitación y tomamos
posesión de ella, lo primero que hicimos fue asomarnos a la terraza de la que
disponía y comprobar que en la orilla de enfrente se extendían edificaciones
sin solución de continuidad, aunque su nombre (Unuma) nadie nos lo confirmó.
VISTAS DESDE EL HOTEL
Lo que ocurrió a partir de ese momento lo
tengo en la memoria como recuerdos troceados, y con conexiones que no van más
allá de un orden cronológico con zonas intermedias oscuras. ¡Vamos! Como un
puré de verduras mediterráneas que no se ha pasado por el ‘chino’ ni se le ha
aplicado la batidora: se distinguen trozos de zanahoria, calabaza o patata,
pero lo que les une es algo de color indefinible y de composición no
identificable.
No he olvidado que nos trasladaron río
arriba, informándonos que nos llevaban a la cabecera de un recorrido en canoa
por los rápidos que había en el río Kiso Gawa.
ANUNCIO DE LOS RÁPIDOS
¿Cómo fue ese traslado? ¿En tren? ¿En barco?
¿En microbús?. ¡Ni idea! Solo quedan imágenes aisladas de nuestro paseo a pie
hasta el inicio del puente que une Inuyama con Unuma, de una bajada empinada
hasta el nivel del río, y una espera en el exterior de un edificio de una sola
planta donde nos recogió el medio de transporte que nos trasladó hasta la
cabecera del recorrido de los rápidos.
POSIBLE TRANSPORTE EN BARCA
Una vez allí, nos subieron a una canoa o
algo similar en la que nos acomodamos como dios nos dio a entender unas
dieciocho o veinte personas, e iniciamos un ‘paseo’ acuático en el que
estábamos más preocupados de no mojarnos demasiado con las salpicaduras que
provocaba la propia marcha de la canoa que en oír las explicaciones que nos
daba el guía correspondiente.
EN LA CANOA
En aquellas zonas en las que el río se
deslizaba, si no mansamente, sí con la velocidad y dirección constantes y, por
tanto, sin chapoteos excesivos, admirábamos las formaciones rocosas de ambas
orillas tratando de identificar las formas que semejaban tener según las
indicaciones del guía.
Y no sé si porque mirábamos con retraso
perdiendo, en consecuencia, la perspectiva adecuada, no logramos imaginarnos ni
un león, ni una foca, ni unos amantes, en ninguna de las siluetas de las citadas formaciones rocosas, que
pasaban vertiginosamente ante nuestros ojos.
Total, que al cabo de veinte minutos o media
hora tratando de esquivar el agua que saltaba al golpear el lateral de la canoa
sobre la superficie del río, de agarrarte a lo que encontrabas más a mano para
no acabar con la cabeza en el regazo del pasajero/a más próximo, y de girar la
cabeza a derecha e izquierda, adelante y atrás, a la velocidad con que cambiaba
la dirección en que señalaba el guía, y que a más de uno pudo provocarle un
esguince cervical, nos dejaron a la orilla del río, en el mismo punto en que
nos habían concentrado para trasladarnos al inicio del recorrido.
Y de ahí, de
vuelta al hotel con las dificultades inherentes al esfuerzo que tiene que hacer
una persona afectada por un EPOC severo para subir una cuesta del veinte por
ciento de pendiente.