sábado, 15 de febrero de 2014

Semana del 9 al 15  de febrero del 2014


LA PARROQUIA

En este invierno vienen las borrascas encadenadas como las cuentas de un rosario, lo que ha provocado que todos mis compadres se hayan refugiado en sus lugares de origen. Y esto porque  es donde conoce cada uno los rincones más protegidos, las corrientes de aire que te permiten sobrevolar sin esfuerzo ninguno las zonas que te interesan y, sobre todo, detectar esos pequeños detalles que te indican que se acerca la galerna (ahora llamada ‘’ciclogénesis explsiva’’) a la costa, y tienes que emigrar hacia el interior. Por eso, esta semana he instalado mis reales en la torre de la parroquia, en el lado desde el que se divisa el mar pues, tanto si está el tiempo soleado, nublado o borrascoso, me gusta tenerlo siempre como punto de referencia. A pesar de estar solo y no poder zascandilear por los alrededores debido a las fuertes rachas de poniente, no me he aburrido en absoluto, pues con oír las charlas de los jubilados no solo se divierte uno, sino que también descubres aspectos interesantes de la fauna humana.

Aunque alguno de esos jubilados defendía a capa y espada que lo del robo a manos llenas se daba en todo tipo de instituciones, otros argumentaban que todos llevamos dentro un pequeño sinvergüenza que aprovecha cualquier circunstancia para sacar partido de las situaciones en que se encuentre. Que si pequeñas sisas en tu infancia, que si ocultaciones de ingresos a Hacienda, que si pago de facturas o trabajos sin IVA y en metálico,… Lo que ocurre, según decían, es que para algunos no había límites y pasaban, sin solución de continuidad, de la ocultación de datos a la estafa, del desvalijamiento de fondos públicos al pillaje y al atraco de guante blanco. Y siempre a costa de los mismos: inocentes, confiados, crédulos, y asalariados y jubilados en general.

Y empezaron a rememorar hechos personales en los que emplearon artimañas, engaños argucias y hasta alguna mangancia para conseguir lo que querían. Voy a intentar reproducir alguno de ellos con sus propias palabras más o menos.


Imaginaros que estamos a finales de los años cuarenta del siglo pasado y en una familia numerosa, pues no existía ninguno de los métodos actuales de planificación familiar. No existía tampoco la denostada Ley de Educación de Wert, pero sí la preocupación por una formación completa y, como consecuencia, esa familia tenía un piano donde aporreaban las teclas los más pequeños, al ritmo aproximado que les indicaba un profesor de piano ya entrado en años, o eso nos parecía entonces. No recuerdo si estábamos a finales de mayo, si hacía calor, o si, simplemente, la señora de la casa quiso ser amable y compensar el sufrimiento del profesor a causa de escuchar durante una hora escalas a las que faltaban más de una nota. El caso es que, cuando se despedía de él, le ofreció una cerveza. Todavía estoy viendo aquella flamante nevera en la que había que ‘embutir’ como se podía una porción de las barras de hielo que se traían no sé de dónde. Mi madre abrió la puerta, extrajo de un compartimento de la misma un botellín de cerveza ‘’El León’’, la abrió sin mucho esfuerzo, y se la ofreció con un vaso al profesor de piano. Éste se sirvió parte del contenido en el vaso, miró extrañado el líquido que había vertido y, con mucho cuidado y con una cara que parecía más la del que va a probar un purgante, sorbió poco a poco. Ya con una expresión más relajada dijo a mi madre: ‘’Señora, perdone, pero lo que tiene esta botella es agua, buena y muy fresca, pero agua’’. El resto del diálogo no lo pudimos captar pues, como es natural, los que estábamos cerca desaparecimos como alma que lleva el diablo. Luego nos enteramos que, según parece, ‘’alguien’ (todos creemos que el más pequeño de la casa) se había bebido la cerveza sin permiso y, para evitar males mayores, no se le había ocurrido otra cosa que rellenarla de agua y volverla a tapar cuidadosamente y mediante un golpe seco con la chapa correspondiente. Bronca, seguro que la hubo, pero yo tengo la suerte de acordarme de las cosas agradables y de dejar en el rincón cerebral del olvido o, como otros dicen, en los arrabales de la conciencia aquello que te puede provocar traumas infantiles.


Lo que voy a contar es algo que constituyó un ensayo, en clave hispánica, de lo que hacen ahora los chinos, es decir, el cambio de algo de marca por una falsificación. Sucedió en aquellos tiempos en los que la única marca de tabaco rubio (por llamarlo de alguna manera) que estaba a disposición de los que nos iniciábamos en el ‘nefando vicio’ de fumar, era la de los ’’BISONTES’’. El tabaco rubio que circulaba por todos los países europeos acogidos al Plan Marshall, aquí venía poco y de contrabando. Mi padre tenía unos sobrinos que trabajaban de radiotelegrafistas en los barcos de PYSBE, que iban a Terranova a la pesca del bacalao, y que cuando volvían de aquellas tierras siempre traían alguna ‘exquisitez’ : medias de nylon para mi madre, un cartón de Philips Morris, lo que nos parecía entonces una mini – radio,… Esos cigarrillos americanos se los racionaba mi padre escrupulosamente, los guardaba en su mesilla de noche, y solo fumaba uno antes de acostarse o después de lo que fuese. Total, que empecé a mangar, sustraer, o gorronear uno de vez en cuando. Se dio cuenta, y comenzó a hacer palitos en un papel que escondía en la misma mesilla para contabilizar los que fumaba él. Encontré el papel y seguí sisando añadiendo los palitos correspondientes, pero debí hacer mal alguno pues volvió a detectarlo y me enseñó la primera tarjeta amarilla, amenazándome con que, a la segunda, la represión sería ejemplarizante. Dejé pasar un tiempo y empleé el método chino: cogía un cigarrillo Philips Morris y lo sustituía por un Bisonte. La cosa iba sobre ruedas hasta que un día acompañé a mi padre a una reunión colegial. En un intervalo que tuvimos, equivalente a los coffee break actuales, pero sin ‘coffee’, sacó el paquete de Philips Morris y le ofreció uno al que estaba charlando con él, que miró el paquete color marrón con toques dorados con asombro, y agradeció el gesto con una sonrisa de oreja a oreja. Sonrisa que se transformó en un rictus de desagrado al aspirar con fruición la primera bocanada, y preguntó a mi padre con cierto sarcasmo si ahora se dedicaba a guardar Bisontes en paquetes de Philips. Mi padre, una vez comprobado que había más de un Bisonte en la cajetilla de tabaco americano, y enarcando las cejas, me miró con gesto interrogante, a lo que yo respondí con un alzamiento de hombros como diciendo ‘y a mí, ¿qué me cuentas?. Corrigió el error ofreciendo un cigarrillo de los auténticos,  dijo algo así como ‘’¡¡Estos chicos!!’’, y con un ‘’¡Ya hablaremos!’’ dirigido a mí cerró la situación, siguiendo los dos paladeando un auténtico cigarrillo rubio. No me acuerdo las razones ni sinrazones que me dio posteriormente pero lo que sí sé, es que no volví a fumar un solo cigarrillo de su ‘’bodega’’ particular. 

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