Semana del 9 al 15
de septiembre del 2018
Mazagón a los 80 (VIII)
17 de julio
Es curioso pero, con la edad, entra en juego una nueva fase
del sueño poco estudiada: la de las pesadillas ancladas en recuerdos remotos. Y
las hay de dos clases: las angustiosas para el sujeto que las padece, y las
inocuas, que reproducen situaciones vividas aunque trufadas con detalles que
las desfiguran. Las primeras suelen tener lugar en las horas de sueño profundo,
y provocan despertares bruscos a media noche y que, una vez comprobado donde te
encuentras y con quien duermes, dan lugar a un estado de vigilia que cuesta
reconvertir de nuevo en un plácido sueño. Las segundas son propias de las horas
previas y próximas al momento en que uno tiene que levantarse, y son las que
tienen como consecuencia el estado de ‘remoloneo’ que se prolonga en función de
las obligaciones que le apremien a uno: responder adecuadamente a las necesidades
fisiológicas, evitar la hora punta que siempre existe en los bufet del desayuno
y que hay que tenerlo calculado previamente, cumplir con la planificación de
tareas acordadas al acostarte o, simplemente, salir del estado de aburrimiento
que te origina el estar dando vueltas en la cama sin nada que hacer.
Pues la noche previa a este amanecer fue la de las
pesadillas. La memoria remota, que procuro mantenerla en ‘stand by’ y a poder
ser sin conexión neuronal con el resto del cerebro, debió de ponerse en marcha
fortuitamente y me trasladó a la época en la que ejercía como profesor en
Vitoria, cuando aun no era ni se la conocía como Vitoria/Gasteiz. Y me hizo
revivir una serie de situaciones conflictivas con elementos y personas reales de aquella época, pero que no tenían
nada que ver con lo ocurrido o, por lo menos, con lo recordado en estado de
vigilia. Discusiones con D. Tomás (otro profesor de aquel tiempo), viaje
repentino a Escoriaza por un camino intransitable y lleno de precipicios, buceo
en un estanque lleno de verdín en busca de unas gafas perdidas y sin las cuales
me era imposible conducir y, por tanto, volver a Vitoria, …Y fue durante ese
buceo cuando me desperté bruscamente y con una especie de apnea que me obligaba
a respirar entrecortadamente. Y solo
después de un tiempo que a mí me pareció interminable, logré conciliar
nuevamente el sueño, por lo que al despertarme ese día me hice el remolón hasta
que me advirtieron que, si no me daba prisa, íbamos a llegar tarde al desayuno.
Salvé el ‘overbooking’ que me encontré en torno al servicio
personalizado de huevos revueltos y demás especialidades, aprovechándome de mi
conocimiento del proceso de elaboración con un par de fintas disimuladas y una
sonrisa a la cocinera que estaba de servicio, al tiempo que le decía ‘’Lo de
siempre’’, y dimos cuenta del desayuno tranquilamente.
Como habíamos observado que el número de grupos familiares
había aumentado significativamente, tal vez debido al cambio de quincena,
decidí bajar a la zona de la piscina a reservar hamacas lo suficientemente
alejadas de las que había en torno a la misma, ya que suponíamos que éstas
últimas serían las preferidas de las familias con niños. Me senté a fumar un
cigarrillo relajadamente y, en el simple hecho de encenderlo, fui consciente de
que era el primer día en el que no soplaba siquiera una brisa y que, por tanto,
iba a ser el primer día de calor.
Me quedé pensando en lo que me esperaba, y llegué a la
conclusión de que subir la cuesta y bajarla con las bolsas piscineras era mucho
mejor ejercicio que barrer una terraza con plumbago en todo su perímetro. Así
que subí, bajé acompañado, y nos colocamos en nuestras hamacas de cara a la
pendiente donde estaban instalando juegos infantiles: Una especie de petanca
voladora con pelotas de bádminton (por algo estábamos e la tierra de la
tricampeona mundial); conos, tal vez robados de la delimitación de un área de
control de la Guardia Civil, para
acertar en ellos con aros de distintos diámetros; dianas en las que clavar
flechas disparadas con arco; y hasta un castillo inflable. Lo divertido era ver
a padres ayudando a sus vástagos a superar las pruebas, aunque alguno de ellos
se sintió Robin Hood y no soltaba el arco y las flechas ni para respirar,
mientras su crío, sentado en la hierba, le miraba con cara de asombro mezclado
de sana envidia.
En una de sus idas y venidas mi ‘partner’, al acercarse a su
tumbona atravesó, sin darse cuenta, una zona ‘pantanosa’ de esas que se forman
cuando riegas en exceso el césped, y de la que salió dando saltitos y con los
pies pringados de barro, pringue que paso a las toallas playeras lo más
rápidamente que pudo. Esto provocó que colocásemos las hamacas en la posición
de ‘matrimonio bien avenido’ y nos permitió iniciar una conversación sobre la
idoneidad, conveniencia o utilidad de comprarnos lo antes posible una silla de
ruedas. Pero analizando la pendiente de la subida que teníamos que salvar, de
más del 20%, y la consiguiente velocidad de bajada en caso de que se escurriese
de las manos del portador, ¡involuntariamente ,claro!, concluimos que mejoro
era dejarlo como estaba. Es decir, subir y bajar pasito a pasito y fijándonos
dónde poníamos los pies.
La comida, como siempre. O lo que es lo mismo, sin poder
probar las afamadas gambas de Huelva. Y la tarde, también como siempre, aunque
esta vez con alguna alegría parcial en la partida de chinchón. Lo mejor, la
cena gracias al bocadillo de jamón con tomate que nos prepararon.
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