sábado, 30 de junio de 2018


Semana del 24 al 30 de junio del 2018


Viaje Madrid (III)

3 de junio

Los días exentos de obligaciones familiares son de los que mejor se disfrutan. Siempre comienzan con un desayuno tranquilo, copioso y un paseo por los alrededores para comprobar si todo sigue en su sitio. Y me llevo la primera sorpresa. El kiosco de los periódicos de la plaza de la Puerta de Alcalá está cerrado y además han quitado otro pequeño donde se podía echar la bonoloto y demás juegos de azar. No cuesta mucho dar con otro que venda periódicos, revistas y multitud de chucherías que pueden interesar a los numerosos turistas que circulan por los alrededores, unos dirigiéndose al Retiro y otros haciendo peligrar sus vidas por sacarse una buena foto teniendo como fondo la famosa Puerta. Algunos se colocan en medio de las vías de circulación de coches sin fijarse siquiera  en si el semáforo está rojo o verde, o cruzan valientemente la plaza para ponerse en la zona ajardinada que la rodea.


Vuelvo al hotel y después de un período de descanso nos decidimos a dar una vuelta por la calle Serrano, con la suerte de que, a pesar de ser domingo, todas las tiendas de moda están abiertas. La tentación es tan fuerte que entramos en Bimba y Lola, y después de un par de vueltas por los expositores salimos con la bolsa correspondiente no muy llena pero sí con cosas bien seleccionadas.

Cuando volvíamos hacia el hotel nos vimos sorprendidos por una musiquilla agradable  que primero nos pareció que salía de alguna de las tiendas de moda por las que pasábamos, y al comprobar que no era así, acerqué el oído a la mochila de oxígeno por si provenía de ella, hasta que caí en la cuenta que la emitía mi propio teléfono en el que, de manera inconsciente y casual, debía haber activado alguna de las múltiples funciones que desconocía. Me apresuré rápidamente a desactivarla ya que sabía, por experiencias anteriores, que podía ser una aplicación de esas que activas sin enterarte y que luego las pagas mensualmente, y que además el darte de baja te cuesta un par de años.

Regresamos al hotel, se hicieron las pruebas pertinentes para comprobar que las tallas de lo comprado eran las adecuadas, y nos bajamos a la cafetería para hacer lo que podría denominarse ‘una comida simulada’. Una cervecita con patatas fritas y frutos secos, los clásicos cacahuetes, ya que por ser domingo no había a disposición de los clientes ni la consabida tortilla de patatas.

Y por la tarde, merienda familiar a la que aportamos un surtido de bollería del Mallorca y, esta vez sí, con todas las variantes disponibles. A pesar de este refrigerio no faltó, antes de acostarnos, el ya clásico vaso de leche acompañado con las sobras del pan de frutas del día anterior.



4 de junio

El lunes es el día de la esperanza, por lo menos para mí. Al salir, siempre llevo en el bolsillo los comprobantes de la bonoloto, lotería primitiva y euromillones de la semana anterior, y que nunca compruebo a lo largo de los días, para ver si la suerte me da una sorpresa. Y eso, aunque esté de viaje. Y esta vez no iba a ser una excepción. Aunque, como había comprobado ya la desaparición del kiosco de loterías de la plaza de Independencia, lo primero que hice fue acercarme a comprar el periódico e indagar sobre el lugar más cercano donde tramitar mis combinaciones de números.


Compré el periódico, pagué 10 cts más que lo que pagaba habitualmente por la misma prensa en Andalucía, y tomé la calle Serrano para acercarme hasta el cruce con Goya que era donde, según el que me atendió, estaba el despacho de loterías más próximo. Iba tan ensimismado y dándole vueltas a la cabeza para tratar de adivinar el por qué de los 10 cts de más, que me cogió por sorpresa el que una joven me impidiese el paso en mitad de la acera, pidiéndome que, por favor, le contestase a una encuesta. Era de esas que, como siempre, te anuncian como muy cortas y luego no dejan de dispararte cuestiones y solicitarte datos que uno no tiene ganas de contestar ni de desvelar. Salvé la situación como pude, escudándome en que tenía prisa por llegar a una cita, y manteniendo la esperanza de la encuestadora prometiéndole que a la vuelta me detendría a atenderla, y seguí mi camino. Después de comprobar que mi esperanza no iba a tener por el momento respuesta alguna y pagar los papelitos que la mantuviesen hasta el lunes siguiente, volví al hotel, pero por la acera opuesta  a la que había ido hasta el cruce con Goya con la sana intención de zafarme de encuestas y encuestadoras.

Ya era casi mediodía cuando volvimos a salir ambos del hotel a dar una vuelta que nos llevó a la tienda de Adolfo Domínguez y comprar allí un par de niquis para mí, tal vez para equilibrar las adquisiciones realizadas el día anterior en Bimba y Lola. A la salida, cruzamos la calle para sentarnos en la terraza de la cafetería Mallorca y tomar algo, y ese algo se concretó en un cortado acompañado de un pastelillo, a pesar de que la hora aconsejaba encargar algo más contundente, tal vez, un plato combinado o, como mínimo, un sándwich mixto.

Vuelta al hotel, descanso y ejercicios de relajamiento para prepararnos a la visita familiar que teníamos prevista. Todo fue sobre ruedas, incluido el tentempié que tomamos a base de sobras de todo tipo de productos, incluidos unos tirabeques cocidos que en mi época juvenil solía contemplar, que no probar, cómo se los comía con enorme fruición mi patrona de pensión, aunque en aquella época los conocía bajo la denominación de ‘bisaltos’.

Y de vuelta al hotel donde, a falta de valeriana, nos adormecimos con algún programa de TV del que ni siquiera guardo recuerdo alguno.


5 de junio


Se unieron un par de circunstancias para dar como resultado el que este día tuviéramos comida familiar.

La primera, mi rotunda afirmación de que yo ya había comido verdiñas hacía tiempo, en el mismo comedor familiar y cocinadas por la misma ‘chef’. Aparte de desmontar mi afirmación con todo lujo de detalles, me insistieron en que no se llamaban ‘verdiñas’ sino verdinas y, además, que esta vez no se me iba a olvidar nunca lo que iba a degustar, pues tenían la intención de prepararlas con bogavante.

La segunda, las dudas surgidas en la confección de una mantelería propia de una mesa medieval de cuarenta comensales, y cuyos adornos había que determinar dónde se colocaban, cosa que tenían que decidir entre la experta y la que por primera vez se enfrentaba con un mantel de tales dimensiones.

Pero volvamos a lo que nos interesa.

Dado el plan que teníamos,  empleamos la mañana en relajarnos, y una de las veces que salí a fumar compulsivamente un cigarrillo al balconcillo de nuestra habitación del hotel, me dí cuenta que en un hueco que había con el edificio colindante habían conservado un magnolio que en ese momento estaba floreciendo. Ante esta rareza de respeto ecológico en pleno centro de Madrid, no pude evitar el sacar una fotografía con el fin de que quedase constancia para la posteridad.



Las verdinas fueron al ‘dente’ y, para evitar efectos nocivos para el aparato digestivo, optamos por ser prudentes y comedidos. Y prácticamente sin tiempo ni para iniciar la digestión, nos trasladamos al adosado de las afueras con la intención de crear lo que ahora se denomina un ‘huerto urbano’. Es decir, para plantar esa serie de hierbas y pequeñas hortalizas que prácticamente crecen solas y no exigen demasiados cuidados si están en un sitio soleado y con el riego adecuado: perejil, albahaca, cilantro, piparras,…

Todo transcurrió según lo previsto e incluso hubo tiempo para experimentar con los críos tratando de fabricar jabón con aroma de manzana.




Después de una agradable cena, y casi sin motivo aparente y por sorpresa, nos volvimos a los madriles en taxi e intentamos descansar. Y no se sabe si por las verdinas al ‘dente’, por la cena de picoteo o por el vino trasegado, el caso es que pasamos lo que se denomina una noche toledana. 

sábado, 23 de junio de 2018


Quincena del 10 al 23 de junio del 2018

Viaje Madrid (II)

1 de junio

Nos levantamos tranquilamente, pues la hora de salida ni la habíamos prefijado ni era necesario hacerlo, ya que la intención que teníamos era entrar en Madrid al inicio de la tarde, lo que nos daba un margen horario amplio para comenzar la segunda etapa de nuestro recorrido.


Lo primero que hicimos fue comprobar la carga de la batería de la mochila de oxigeno ya que la necesitábamos al 100% para poder salvar la distancia que nos separaba del comedor, a lo que había que añadir el tiempo que íbamos a permanecer en él mientras desayunábamos.

Todo salió a pedir de boca, es decir, como habíamos previsto. Primero, porque en los interminables pasillos siempre había, cada cierta distancia, un lugar donde sentarse y descansar y, segundo, porque intentamos aprovecharnos del surtido buffet que estaba a disposición de los hospedados para compensar o desquitarnos de alguna manera el mal sabor de boca que nos había dejado la fallida cena de la noche anterior. Y antes del mediodía ya estábamos circulando por la autopista que nos llevaba desde Jaén al enlace con la A-4 en Bailén.

La entrada en Madrid se la confiamos al navegador que, si por un lado sabe aplicar el criterio ‘’recorrido más corto’’, no tiene ni idea, por ahora, de determinar ‘’recorrido menos congestionado’’. Así que a la salida de la R-4, nos incorporó de nuevo a la A-4, haciéndonos tomar el enlace de la M-42 y desembocar finalmente en la M-30. Pero como en algunos de los tramos confluían más de una vía de servicio, la acumulación de coches y las trampas de algunos conductores ‘listillos’ provocaron embotellamientos y retenciones que nos hicieron recordar con nostalgia nuestras anteriores entradas en Madrid sin navegador por la M-50 y la M-45 que, aun siendo más largas, nos hubieran permitido acceder a la calle O’Donell más rápidamente.

Y al llegar al hotel, tuvimos el primer detalle agradable. No se sabe si por clientes veteranos o por ser veteranos clientes, el caso es que bajaron de Recepción al parking para hacerse cargo del equipaje. Y una vez instalados, cada uno se dedicó a lo que podíamos denominar ‘actividades complementarias’. Por un lado, peluquería; por otro, compra de productos básicos para nuestra estancia en cualquier hotel, y entre los que no pueden faltar en ningún caso la leche y las botellas de agua mineral.

Y con la cena familiar, de cara a los jardines del hotel, se dio por finalizada la jornada.


2 de junio


Y llegó el día de la celebración de la Primera Comunión de una sobrina-nieta, que es lo que había sido el motivo de que nos encontrásemos en los madriles. Menos mal que la ceremonia se celebraba al mediodía, y hubo tiempo para recomponer al máximo el aspecto exterior mediante ‘afeites’ y la vestimenta adecuada. Esta última, seria pero no exenta de toques, si no juveniles, sí lo suficientemente elegantes como para no desentonar. Y hubiésemos obtenido unos resultados mucho más satisfactorios si no llevásemos tantos años a nuestras espaldas, lo que no impidió que saliésemos del hotel muy conformes con la imagen que dábamos.

Cuando llegamos a la Parroquia, lo primero que hicimos fue apresurarnos a incorporarnos al grupo de los ‘’mayores’’ que ya habían ocupado los bancos asignados a las familias de los primeros comulgantes. Y mientras esperábamos el inicio de la celebración, y en parte para no aumentar el nivel de los decibelios en el interior del templo, originados por los saludos, parabienes y cruces de piropos entre familiares que se reencontraban después de meses o años sin verse, me dediqué a observar a las personas de edad que me rodeaban para identificar a aquellas a las que el paso del tiempo hubiese maltratado más que a mí. Y de esa manera, tener por lo menos un asidero en el que agarrarse para no caer en el pozo de pensamientos deprimentes al que te asomas cuando llevas más de un cuarto de hora entre gente joven, alegre y parlanchina que acepta galantemente tu presencia pero que en sus diálogos ligeros e intrascendentes te sientes incapaz de participar. 

Al final de la ceremonia me olvidé de saludos, enhorabuenas y palmaditas cariñosas, y me dediqué a lo que consideraba más importante: reunir al pequeño ‘rebaño’ que tenía que trasladar a la residencia familiar donde íbamos a tener, según noticias fidedignas,una comida informal y multitudinaria. Lo que parecía que iba a ser sencillo, se complicó al salir en tromba de la parroquia los cientos de asistentes que se distribuyeron aleatoriamente por la pequeña explanada y la escalinata que existían a su entrada,
Pasé unos minutos entre los grupúsculos que se habían formado espontáneamente, mirando en todas direcciones. Trataba de localizar a la única persona que, entre aquel gentío, llevaba sombrero, pues tenía la intuición de que, junto a ella, estarían los familiares de cuyo traslado nos habíamos encargado. Y así fue.

Localizadas y situadas convenientemente junto a un semáforo las personas que iban a venir en nuestro coche, fui al aparcamiento del Bernabeu situado enfrente de la parroquia, donde comprobé que ya no iba a poder quejarme del precio de los parking públicos de ninguna ciudad española: por unas dos horas…¡¡8 €!! ¡La recaudación que debían tener los domingos de partido del Real Madrid!

Llegamos sin mayores problemas al chalet adosado de las afueras donde iba a ser la comida que, a parte de un pequeño jardín, disponía de una salida a las amplias zonas comunitarias de la urbanización a la que pertenecía. Y los invitados nos fuimos distribuyendo por los distintos espacios disponibles aleatoria y libremente, pero cuyo resultado fue una separación, no por sexos, sino por edades. Una parte de la zona comunitaria se convirtió en el parque infantil al que, al cabo de unas horas, se  incorporaron un par de animadoras para entretener a los más pequeños. El jardín y la zona de la cocina que daba al mismo, fue el elegido por los matrimonios jóvenes no se sabe si en razón de estar próximos a sus retoños o porque era el lugar donde estaban dispuestos un par de barreños metálicos con hielo y cervezas de distintas marcas. Y en lo que podía considerar salón-comedor, que disponía de asientos, butacas y sofás confortables, se aposentaron nada más llegar y sin dudarlo los de mayor edad, y tal vez impulsados por razones prácticas, ya que era la zona más próxima a la entrada y al servicio. Esto no quiere decir que esta distribución inicial fuese estática pues se producía de vez en cuando un trasvase de personas de un espacio a otro, aunque solo fuese motivado por razones de la más elemental educación, es decir, para saludos y presentaciones.

Tanto la comida como su organización habían sido realizadas y diseñadas por los propios anfitriones. Habían decidido qué platos hacer, los habían cocinado previamente, y habían conseguido la colaboración de tres personas que, circulando entre los invitados, ponían a disposición de los mismos pequeñas raciones que se aceptaban, se rechazaban o, incluso, se solicitaba la repetición de cualquiera de ellos sin ningún problema. Y la lista de ‘’platillos’’ fue larga.

  

Todo salió a la perfección y, además, el sistema de presentación de las distintas preparaciones culinarias permitió conversar, intercambiar recuerdos, actualizar relaciones y hasta hacerse fotos con unos y otros.


Como puede deducirse de la abultada lista del catering ‘casero’, la comida ‘informal’ se alargó durante más de tres horas, por lo que las idas y venidas al servicio se multiplicaron. En un paréntesis de las mismas, aproveché para ir a liberar de líquidos mi sistema excretor y allí sufrí en mis propias carnes las dificultades que generan los nuevos diseños de ropa interior de caballeros. No sé si los que los realizan lo hacen en nombre de las feministas y para lograr la igualdad de sexos, pero el caso es que el resultado es una prenda con tantos laberintos que, si tienes micción compulsiva o urgente, no te da tiempo a encontrar lo que tienes que encontrar y acabas bajando la prenda como unas bragas cualesquiera y sentándote como todas.

De planificar el fin de fiesta se encargó la naturaleza. En un momento determinado, los que estaban en la zona exterior avisaron de que se acercaban ‘’cumulonimbos de desarrollo vertical’’, como dirían los meteorólogos, lo que hizo que me apresurar a ir a buscar el coche, que estaba a cierta distancia, para acercarlo a la puerta de la casa. Me dio tiempo para acercarlo, pero nada más salir del coche para avisar a los previsibles pasajeros, cayó una tromba de agua que me empapó de arriba abajo y de de fuera adentro. Esperamos que escampara un poco, y sin hacer caso de los malos augurios de algunos sobre las balsas que se formaban en la M-30, los interesados nos pusimos rumbo a Madrid. Todo fue sobre ruedas, nunca mejor dicho, y llegamos sin incidencias a nuestro lugar de residencia


Como no era cosa de irnos a dormir con el estómago vacío, me di una vuelta por el Mallorca cercano al hotel de donde no me pude traer más que el último tortel que quedaba junto con pan de frutas que nunca había probado. Así que, mojando en leche lo que había comprado, nos relajamos un poco y….¡a descansar!

lunes, 11 de junio de 2018


Quincena del 27 de mayo al 9 de junio del 2018

Viaje Madrid (I)

31 de mayo



Los viajes, cuando estás jubilado, son de lo más tranquilo ya que sales y llegas a tu destino sin prisas y sin agobios. Los agobios los has tenido previamente, pues lo que más cuesta es decidir lo que vas a llevar, tema que se complica cuando tienes que colocarlo adecuadamente en las maletas. No pueden ser muchos bultos ni muy pesados, pues la edad obliga a simplificar las operaciones de carga y descarga en el transporte que utilices.

Salimos antes de lo previsto y a una velocidad de crucero (nunca mejor dicho) menor que la permitida. Con tranquilidad. Y eso permite observar cómo te sobrepasan los coches a velocidades que te parecen supersónicas. Sobre todo en las autopistas de peaje donde circular a 140 km/hora o más es la cosa más normal. Con la cantidad de cámaras que tienen los coches modernos no sé cómo no se le ha ocurrido a la Guardia Civil de Tráfico proporcionar a los jubilados un aparato de radar, con cámara e impresora incluidos, para controlar la velocidad de los que nos adelantan. ¡Iban a aumentar la recaudación por multas más del 100%! Pero hay una situación que te reconforta y que te confirma que más vale ir a una velocidad constante que poner el coche a 150 km/hora o más durante unos minutos. Y esa situación se da cuando has visto, o mejor, cuando has sentido que te superan por tu izquierda, como una exhalación, un BMW, un Audi o incluso un Polo, y a los pocos kilómetros te los encuentras en un peaje peleando con el pago automático. Que si no entra la tarjeta, que si te la ‘escupe’ la máquina varias veces hasta que te das cuenta que la estás introduciendo en la ranura del pago con billetes,…Y tú, mientras, en la vía de pago adyacente cumples con tus obligaciones y te vas. Y con regodeo, permaneces atento para comprobar cuántos minutos han pasado hasta el momento en que te rebasa otra vez.

La entrada en Jaén la hacemos fiándonos del navegador que, a pesar de las vueltas que nos hace dar, nos deja en la explanada de entrada al Castillo de Santa Catalina, o eso creíamos. Como al castillo original se le han unido una serie de edificaciones a lo largo del tiempo, y acomodándose siempre al ancho de la cornisa del cerro sobre el que estaba construida la antigua alcazaba, el Parador que se edificó en los 60 del siglo pasado tiene una planta rectangular con una longitud desproporcionada respecto a su anchura. Y, por lo tanto, donde estábamos era en la explanada de entrada al Parador y no a las puertas del castillo.

La altura relativa del citado cerro respecto a su entorno y sus laderas abruptas, proporcionan unas vistas amplias tanto hacia el lado sur 




como en el opuesto, que está orientado hacia Bailén y la meseta 





Al entrar en Recepción comenzaron las dificultades. Al asignarnos habitación e indicarnos hacia dónde teníamos que dirigirnos, debimos poner tales caras de desánimo que, sin dudarlo un instante, la señorita que nos había hecho el ‘check-in’ salió de detrás del mostrador y, haciéndose cargo de los bultos que llevábamos, nos dijo que le siguiéramos. Atravesamos un salón que estaba a distinto nivel y, al ver que no estábamos dispuestos a utilizar las escaleras que llevaban a la primera planta, nos condujo a un ascensor semioculto. Al salir del mismo nos pidió amablemente que le siguiéramos, y enfilamos un pasillo interminable que, para los que tienen dificultades respiratorias, produce ahogos y angustia con solo percibirlos. Cuando creíamos que estábamos en la habitación asignada,  nos llevamos otra sorpresa. Nada más abrir la puerta, la recepcionista se dio cuenta de que la habitación no estaba en orden de revista y, después de hacer un par de gestiones telefónicas, nos acompañó, algo compungida por los resuellos que escuchaba a su espalda, a otra habitación más alejada todavía. ¡No nos consoló ni la medieval cama con dosel de que disponía! 


Después de descansar lo suficiente y necesario para recuperar una respiración normal, uno a base de un cigarrillo en la terraza y la otra gracias al oxigeno que le proporcionaba su mochila portátil, y como habían contratado el denominado Gastropack, se acordó que antes de tomar ninguna decisión se indagase en persona dónde estaba ubicado el comedor. ¡Y hete aquí que estaba en el extremo opuesto del edificio! Para hacerse uno una idea, al de los cigarrillos le dio tiempo para fumarse, y no compulsivamente, dos cigarrillos, uno a la ida y otro a la vuelta.

Al final, menos el precio, se redujo todo. En vez de dos cenas, una solo, pues los problemas respiratorios les impidieron disfrutar de la otra, y el del cigarrillo volvió a recorrer el Parador de extremo a extremo. En esa única cena, se pidió lomo de merluza, pero la merluza origen solo debía tener cabeza y cola, ya que le sirvieron ésta última. Bien emplatada, como dirían los Master Chef, pero cola, no lomo; triangular, no rectangular. Y a descansar, que al día siguiente continuábamos viaje a Madrid.