Semana del 6 al 12 de
noviembre del 2016
YA AMARILLEAN LAS NARANJAS DE COSECHA
PROPIA
FOTOS DEL 12 DE NOVIEMBRE
RECUERDOS DE UN COMA INDUCIDO (IV)
(Octubre-Noviembre de
1987)
La visión que tenía de la UCI era
semejante a un espacio diáfano en forma de Y. Yo estaba en la base de
la ‘y’ griega con la cabecera en la pared que la cerraba, y gozando de una
perspectiva perfecta de lo que había y ocurría en cada una de las dos ramas que
se iniciaban a pocos metros de mis pies. La rama de la izquierda era en la que
se celebraba, supongo que de vez en cuando, la ceremonia de la
euskaldunización, y la de la derecha permanecía a oscuras casi toda la semana.
Pero los fines de semana se iluminaba, y pude apreciar que era más amplia y
profunda que la otra. Y digo en plural eso de ‘’los fines de semana’’, no
porque lo hubiese controlado a lo largo de mi estancia en la UCI, sino porque
así me lo informó una de las enfermeras cuando le pregunté por primera y única
vez sobre el por qué estaba así diseñada y para qué se utilizaba. Así que, sin
más dilación, vamos al asunto que nos ocupa.
Aquel día me desperté, o eso
creía yo, como otro cualquiera. Es decir, deseando que alguien acudiera a la
vera de mi cama y me hiciese caso, pues si algo ansía cualquiera que esté en la
situación en que yo me encontraba es que alguien se acerque aunque solo sea
para rozarle con la mirada.
Cuando revisé con la vista lo que
tenía a mi alrededor, me di cuenta que a mi derecha había un espacio amplio,
profusamente iluminado, y a un nivel más bajo del suelo en el que se asentaba
mi cama, por lo que mi posición era la ideal para ver lo que había y observar
lo que allí pasaba. Lo primero que me llamó la atención fueron sus dimensiones
que, desde yo estaba, se asemejaban más a un elegante hall de un hotel de lujo
que a un espacio destinado a una utilización de carácter sanitario. La zona de
la derecha la recorría un amplio pasillo con suelo brillante, que a mí me
parecía de mármol de calidad, pues desde donde yo estaba se podían apreciar
vetas coloreadas de tonos verdes vivos. Y a la izquierda había instaladas
transversalmente una especie de prismas que, en un principio, no distinguía
bien y que, en consecuencia, su finalidad se me antojaba difícil de imaginar.
Cuando enfoqué más la vista, achinando los ojos, pude darme cuenta que los
tales prismas no eran otra cosa que la cobertura exterior de mármol de unas
bañeras amplias, dotadas de todo tipo de grifos y mandos, al estilo de los
jacuzzi.
Mientras trataba de hacerme con
ese nuevo entorno que aparecía ante mis ojos, me di cuenta de que había un buen
número de personas trajinando entre esas bañeras, dos o tres de las cuales, las
más próximas a mí, las distinguía en todos sus detalles. Unas limpiando; otras
probando el funcionamiento de grifos y mecanismos; algunas con la vestimenta
propia de las enfermeras (pantalones y chaquetilla de cuello mao, blancos) y
desempeñando funciones más ‘nobles’, como poner en las esquinas de los prismas
de mármol velones de distintos tamaños, recipientes de diferentes colores que
yo identifiqué como sales de baño,…
Aquella visión me animó y mosqueó
casi simultáneamente, pues por una parte pensé que alguno de aquellos jacuzzi
estaba destinado a mí, y allí me iban a trasladar para experimentar ese
burbujeo que hace que sientas que tu piel está viva y con sus terminaciones
sensoriales en perfecto estado. Pero casi inmediatamente esa esperanza se
desinfló totalmente al pensar que toda aquella parafernalia no se iba a
organizar para mí solito. Así que decidí preguntar a la primera enfermera que
pasase a mi lado pues ya se sabe que aunque el globo de la esperanza se
desinfle, siempre queda algo dentro. Y así lo hice. Y también así acabaron de
sacar, a pisotones, la poca esperanza que quedase en el dichoso globo. A la
primera que pasó a mi lado, que supongo que iría al almacenillo a por velas,
sales y demás, le pregunté que si estaban preparando aquello para mí y, más que
la respuesta negativa, lo que verdaderamente me dolió fue la carcajada
espontánea que no pudo reprimir ante mi pregunta.
…………
Anochecía, y las luces de lo que
para mí era un spa cinco estrellas se encendieron, iluminando el espacio de tal
manera que podían distinguirse hasta sus más pequeños detalles. Empezó a
pulular por él personal masculino y femenino, revisando el funcionamiento de
los jacuzzi, ellos, y comprobando la presencia de todo lo necesario para un
baño espumoso y aromático, ellas. Y así como ellos vestían un pantalón y
chaquetilla de un blanco impoluto pero de corte sencillo, ellas lucían un
despampanante buzo de cremallera frontal que marcaba su silueta. Así que, en la
primera ocasión que tuve, rogué a un celador o ayudante o lo que fuese, y que
en ese momento pasaba a mi lado, que me explicase el folklore que suponía se
estaba organizando tan a mi vista. Y sus argumentaciones me sorprendieron, no
tanto por su contenido como por la manera en que me lo dijo. Como si lo que me
estaba exponiendo fuese lo más normal del mundo y una práctica común en las
UCIs de todos los hospitales. Y más o menos me informó de lo siguiente:
-Que la
financiación de los hospitales no era suficiente para prestar todos los
servicios que debían poner a disposición de la población, según las exigencias de las autoridades
-Que los
espacios puestos a disposición de la UCI eran los más amplios y, además, los más
propicios para evitar el control de la inspección sanitaria.
-Y que, por
último, estaban ensayando un sistema para obtener ingresos suplementarios
mediante la oferta de unas sesiones relajantes de spa a precios módicos a personas de la zona, mediante publicidad
boca a boca
Creo que estando intentando
asimilar esta información debí quedarme traspuesto, pues me despertó
bruscamente un vozarrón que provenía de la parte más alejada del ya denominado
spa.
-
¡Gabon!, ¡Gurutze! Non zara?
Abrí los ojos como platos al ver
a un extraño personaje que, tal como estaba vestido, me recordó al Olentzero.
Txapela, blusón a cuadros, pantalones con los extremos de las perneras
embutidos en unos calcetines de lana blancos y…¡abarcas! ¡El auténtico cashero
del valle del Urola! Y a la tal Gurutze la identifiqué enseguida pues no podía
ser otra que una de las que deambulaba
con buzo de cremallera y que, dando saltitos de los más pizpiretos, se
echó en sus brazos.
Lo que se desarrolló ante mis
ojos a partir de ese momento, y ya con una luz más tenue de tonos rojizos, me
dejó sin respiración por una parte, y con un aumento descontrolado de producción
de bilis que disparó el cabreo que estaba generándose en mi interior. Y la
verdad es que no supe distinguir si esta reacción era provocada por lo que
veía, por la situación de impotencia en que me encontraba y que me impedía
participar en la fiesta, o por ambas cosas a la vez.
La tal Gurutze llevó al de la txapela
de la mano, toda cariñosa, hasta uno de los jacuzzi. Una vez allí, abrió
grifos, manipuló los mandos (o eso me pareció a mí), añadió al agua que iba
llenando la maxi-bañera el contenido de diversos recipientes (¿aceites?, ¿sales
aromáticas?, ¿simple gel de baño?), y esperó a que su ‘’cliente’’ se
introdujese en el jacuzzi, comprobando cada cierto tiempo la temperatura del
agua. Mientras tanto, el cashero se desprendía de sus ropajes, empezando por
las abarcas y quitándose la txapela cuando ya estaba totalmente desnudo. Una
vez dentro, lo enjabonaron, lo masajearon, lo relajaron (y empleo el ‘’lo’’
porque yo, a esas alturas, le consideraba un objeto), y entonces…¡sí que se me
subió la sangre a la cabeza! ¡La Gurutze se bajó la cremallera! Y con un par de
movimientos voluptuosos, se quedó como Dios la trajo al mundo (pero más
crecidita y con todos sus atributos desarrollados), y…¡ se metió en el jacuzzi!
Eso a mí me descolocó, aumentó
considerablemente mi deseo de participar en el jolgorio y, para disimular, observé globalmente el espacio del spa. Y me
di cuenta que, mientras yo no perdía detalle de lo que ocurría entre Gurutze y
el cashero, habían entrado en el recinto unos cuantos casheros más, todos con
txapela, aunque no todos con abarcas, se habían emparejado con alguna de las
del buzo de cremallera, y se habían distribuido y ocupado los jacuzzi
disponibles. Y que los celadores o ayudantes se paseaban entre estos últimos
con bandejas con copas que, deduje, debían contener champán u otra bebida
alcohólica con la que desinhibir a los más tímidos.
Fue tal el impacto de lo que
estaba viendo y tal la depresión que me sobrevino por no poder participar, que
intenté dar la espalda al espectáculo, pero al estar impedido para hacerlo, me
limité a cerrar los ojos, con lo que, al poco tiempo, la imagen del spa y mi
propia consciencia desaparecieron.
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