Semana del 18 al 24 de mayo
del 2014
El Filloas, que se ha ido con el
resto del grupo, me ha dejado como herencia su morriña. Esa que le da cuando
pasan más de 48 horas fuera de la ‘terras galegas’. Aunque lo mío, más que
morriña es añoranza de tiempos pasados, aquellos en los que nos atrevíamos con
todo y no nos daba pereza ni atravesar el Atlántico. Y como me había quedado
solo con mis recuerdos y con esta semana de lluvias que aquí no han sido ‘’ni
chicha ni limoná’’, me he dedicado a rememorar tiempos de juventud.
Aun viene a mi memoria aquel
viaje que iniciamos hace más de 30 años después de convencernos la Tatiqui que
iba a ser el comienzo de una andadura que no íbamos a olvidar. Y en esto último
tenía razón, aunque la historia que voy a contar es la mía y, por tanto,
distinta de cualquier otra que, de las mismas situaciones, reconstruya
cualquiera de los integrantes del grupo que participamos. Además, a mi siempre
se me ha dado bien eso de adornar las cosas con detalles más imaginados que
reales, y que convierten mis ‘historias’ más en novelas que en descripciones
objetivas de sucesos.
Iniciamos el viaje en Cái, para
despedirnos del Pisha que no nos acompañó en aquel viaje y al que encargamos
que se preocupara de cuidar nuestras zonas de influencia para que no las
encontráramos con okupas a nuestra vuelta. Descansamos unos días en Canarias y
desde allí, después de varios intentos fallidos, logramos aprovechar las
corrientes de aire que nos permitieron alcanzar las costas de Brasil sin
demasiados agobios. ¡Ay Copacabana e Ipanema! ¡Qué gaviotas y gaviotillas
circulando de un enclave a otro!¡No volaban, danzaban!¡ Qué picos, qué
pectorales!
La Tatiqui, viendo que aquello
podía derivar en una desbandada mayor que las que provoca el ‘’loco Aguirre’’
en tiempos del descubrimiento de América, aceleró el viaje por las costas
brasileñas y casi sin darnos cuenta estábamos a la entrada del río de la Plata.
La Tatiqui nos agotaba todo el día para que no tuviéramos fuerzas para abrir el
pico ni para protestar. Primero sobrevolando la cuenca del río de la Plata
remontando el Paraná; luego por la cuenca del Amazonas, siguiendo el curso del
río Grande o Guapay, hasta llegar al Yapacaní. Y aquí nos enteramos por fin de
cuál era nuestro destino final: Santa Cruz de la Sierra (Bolivia). Y como la
meta estaba a no muchos kilómetros, hicimos un descanso, por cierto muy
merecido, que la Tatiqui aprovechó para empezar a mostrarnos las costumbres de
los humanos cruceños, que consideraban este lugar como espacio para compensar,
durante el fin de semana, las fatigas laborales del resto de los días.
RIO YAPACANÍ- 1981
Lo primero que nos llamó la
atención en aquellos tiempos en los que la Costa del Sol estaba en pleno
apogeo, fue que había gente haciendo…¡esquí acuático! Y eso que por el río
Yapacaní fluían unas aguas con tal cantidad de barro o tierra en suspensión que
el que perdía el equilibrio emergía de un color tal que te costaba distinguir
si era ‘morenito’ e iba desnudo, o, era ‘blanquito’ pero con una buena capa de
tierra boliviana.
Al mediodía, y con los buches más
vacíos que los bolsillos de un jubilado el día 20 de cualquier mes, nos
instalamos en la orilla, cerca de una serie de pre-chiringuitos que si los
comparamos con los actuales de San Pedro de Alcántara, éstos son restaurantes
con un par de estrellas Michelin, por lo menos. Y de sobras, ¡qué vamos a
contar!. Si a alguno de los humanos se le ocurría pedir surubí, que es un
pescado abundante en aquellos parajes, ¡vale!, alguna raspa caía. Pero es que
lo que algunos comía, por probar un plato típico del lugar, era…¡armadillo! Y
de esos animalitos lo único que quedaba para nosotros era…¡la coraza! Y como no
la aprovechásemos para afilar el pico…
Después de comer, sobrevolamos la
zona que estaba colonizada por arbustos y matorrales. Y nos llamó la atención
la conducta de algunos humanos y humanas. Tanto ellos como ellas paseaban
aislados adentrándose en la maleza. Al cabo de un rato, ellos se paraban,
permanecían inmóviles unos minutos fijando su mirada en lontananza, y volvían
hacia los chiringuitos. Ellas, en principio, tenían una conducta semejante:
entraban sorteando matorrales y evitando la trayectoria de otros/as paseantes,
con la particularidad de que si coincidían con la trayectoria de alguien del
sexo opuesto, la divergencia respecto al recorrido posterior de ambos era
exageradamente superior a si la coincidencia se producía con alguien del mismo
sexo. Al final acababan también parándose aleatoriamente, sin criterio ninguno,
como los varones, pero en vez de quedarse mirando hacia el horizonte, se
agachaban, permanecían unos minutos ocultas a la vista, se levantaban, y
volvían al lugar de partida o alrededores, pues la orientación no era fácil
entre tanto arbusto y matorral. Cuando ya llevábamos un rato haciendo cábalas
sobre posibles explicaciones de esta insólita conducta humana, la Tatiqui,
después de hacernos saber que éramos ‘’más cortos que las mangas del chaleco de
un peón caminero’’, nos aconsejó que observáramos la conducta previa de esos
humanos, y no pusiéramos tanta atención en los últimos resultados de la misma.
Y entonces caímos en la cuenta de cuál era el proceso general:
1. Paseo
de un grupo de turistas por la calle valorando chiringuitos y objetos que
ponían a la venta los propietarios de lo que podíamos denominar, con mucho
optimismo, tiendas de recuerdos.
2. Uno
del grupo iba entrando a preguntar algo a los que regentaban los distintos
establecimientos, saliendo de los mismos con expresión de desencanto y cada vez
más acelerado.
3. Después
de tres o cuatro intentos, esa misma persona iniciaba el recorrido que ya
habíamos observado desde el aire.
Por tanto, la conclusión a la que
llegamos era la más simple y natural: no existían servicios en ningún
establecimiento de la zona, y la periferia se utilizaba como mingitoria público
y al aire libre.
Después de descansar el fin de
semana, subimos o bajamos (ya ni me acuerdo) hasta Santa Cruz de la Sierra por
el cauce del río Piraí, y la sobrevolar esta ciudad, que por entonces tendría
alrededor de medio millón de habitantes, nos asombró su diseño urbanístico:
círculos concéntricos alrededor de la plaza principal y según la Tatiqui, que
en aquel entonces era para nosotros la Wilkipedia de uso diario, en cada corona
circular estaba todo sectorizado por carreteras radiales que salían del centro,
y provista de todos los servicios necesarios de educación, sanidad,…
SANTA CRUZ DE LA
SIERRA- 2013
Después de estar un rato viendo
los detalles del diseño desde el aire, acordamos sentar nuestros reales en la
Plaza principal, mimetizándonos con las palomas para evitar reacciones
gaviotofóbicas, muy normales tierra adentro. Una vez advertidos por la Tatiqui
de que tuviésemos cuidado con las sobras con las que nos íbamos a alimentar,
pues allí había cocaína hasta en los cubos de basura, nos dispersamos por la ciudad,
de la que aún quedan muchos recuerdos que ya contaré en otra ocasión.
PLAZA 24 DE
SEPTIEMBRE- 1981
Y tras de llevar una semana
oyendo a los políticos de todos los colores y nacionalidades no me puedo
resistir a acabar esta crónica con una frase que Jonas Jonasson cita en su novela ‘’La analfabeta que era un
genio con los números’’, y que atribuye a Einstein
‘’La diferencia entre la
estupidez y la genialidad es que la genialidad tiene sus límites’’